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Al dejar el tramo pavimentado de la carretera que de Neiva conduce a San Vicente del Caguán, el conductor de la 4x4 que nos llevaba —un hombre callado pero atento— dijo: “Pongamos a hablar la lora” y encendió el radio en el programa Temprano es más bacano. Eran las 5 a. m. y comenzábamos a subir la cordillera Oriental. El río La Ceiba baja turbulento a mano derecha de una carretera estrecha, caprichosa y pendiente. A 15 minutos de Neiva, pasamos bajo un pasacalle de las Farc firmado por la columna móvil Teófilo Forero. Al coronar el quiebre de aguas entre las cuencas del Magdalena y el Caquetá, se abre la bella y fértil altiplanicie de Balsillas.
Allí se estableció don Oliverio Lara a comienzos de los años 30 y compró dos haciendas, El Refugio y Las Mercedes, donde puso una cría de ovejas que manejaba con perros pastores; en 1931 se casó con doña Pepita Perdomo, una de las herederas de la Compañía Perdomo & Falla, formada en 1885 para la extracción de cauchos colorado, blanco, negro y siringa que abrió la “pica” entre Campo Alegre y el río Caguán. Cuentan los viejos colonos que don Oliverio, fundador también de la Asociación Colombiana de Ganaderos y del Banco Ganadero, tenía prohibido con hombres armados el paso de campesinos por sus extensos predios, lo que dio origen a un largo litigio que terminó zanjado a favor de los campesinos —Resolución 12 de 1933 del Ministerio de Industrias, Departamento de Baldíos Nacionales— y facilitó la entrada de colonos por este sector en los años de la primera Violencia (1948-1962).
La otra punta de colonización entró en la misma época por el bajo Pato y fundó el poblado de Guacamayas, cerca de la Hacienda Puerto Amor, donde había una pista de aterrizaje. La carretera de Neiva a Balsillas fue terminada en los años 60, y en los 80 el Gobierno contrató los batallones de ingenieros Codazzi y Cisneros para continuar los trabajos hacia San Vicente del Caguán. Después de una enérgica protesta campesina, se otorgó el contrato a la empresa civil Cóndor. En el pueblo en formación de Abisinia, sede de la Zona de Reserva Campesina que tiene una extensión de más de 100.000 hectáreas, los viajeros suelen parar a tomar tinto y comer la especialidad de la región, queso frito. Más abajo, después de pasar por debajo de tres pasacalles de las Farc, hay un retén del Ejército Nacional. Los soldados, muy atentos, nos pidieron la cédula y permiso para revisar el equipaje.
El conductor se sorprendió, porque el trato normal es brusco. Hay, inclusive, un cuarto donde se toman fotos y huellas solo a los pasajeros de bus y donde no es excepcional el control de los alimentos que llevan. En junio de 2007, unidades militares realizaron una masacre en la escuela Guillermo Ríos Mejía durante la celebración del San Pedrito, en la que fueron asesinadas inicialmente tres personas y luego la maestra de la escuela y una familia completa.
En total, siete personas. En el poblado de Abisinia hay una escultura que recuerda el crimen. En el kilómetro 44, Santa Helena, no ha sido levantado en su totalidad el derrumbe que dejó en diciembre de 2012 dos muertos y siete heridos graves y que interrumpió el tránsito varias semanas. Cerca de este punto sale un ramal para la vereda San Jorge, donde tenía la hacienda Andalucía Jorge Villamil, autor de El barcino, un novillo que se robó Tirofijo y fue a parar a El Pato. Al fin, después de cinco horas, llegamos a Guayabal, donde me esperaban los dirigentes de la ZRC. La mayoría de la población estaba atada a dos o tres pantallas de televisión viendo el partido entre Colombia y Brasil.
El Pato es una región húmeda y caliente. Un largo y estrecho cañón —de ahí su importancia militar— que tiene como eje el río Pato, al que le llegan el Balsillas, el Oso, la Perla, el Coreguaje, vertientes más pequeñas. Se siente la fuerza de la selva a pesar de que el derribe de montaña está muy avanzado y la potrerización no se detiene. Al mismo tiempo se ven numerosas fincas que producen al año más de mil toneladas de café y unas 1.500 de fríjol —cargamanto, radical, caregato, calima—. Más que prosperidad, hay empuje. No hay una sola mata de coca. Yo conozco desde lejos los cocales, porque he visto muchos en el país y aseguro que en El Pato no los hay. En el pueblo viven 150 habitantes de los 6.000 que se reparten en 37 veredas. Hay cuatro restaurantes, tres tiendas, dos residencias, una discoteca y una capilla. No hay puesto de salud, carece de conexión eléctrica al sistema nacional, el colegio público es sostenido en gran medida por la comunidad, funciona un radioteléfono con batería de carro y de hecho nadie usa internet. Hay un puesto militar del Batallón de Alta Montaña número 9 y ninguna oficina pública. La región está no sólo abandonada por el Estado, sino estúpidamente bloqueada por él.
El bloqueo tiene su historia. Cabe recordar que de El Davis (ver primera entrega de esta serie) salió Alfonso Castañeda, alias Richard, en el año 52 hacia Villarrica, en el oriente del Tolima, acompañado de un puñado de hombres derrotados por el Ejército. Tres años después, Rojas Pinilla bombardeó la región y Richard, en compañía de Martín Camargo, organizó el éxodo de población civil que se refugió en el alto Sumapaz y de allí se desplazó poco a poco hacia el Duda, el Guayabero y El Pato. Aquí, Richard y Camargo se agregaron a la colonización e impusieron su autoridad. Una república independiente, al decir de Gómez Hurtado. Richard murió en el año 64 y Camargo se apartó del movimiento.
Después de la fundación de las Farc en mayo del 65, llegaron a la región Marulanda, Jacobo y Joselo y crearon un comando en un sitio llamado Arenales, donde fundaron una escuela militar guerrillera. Allí aprendieron la táctica y la estrategia en guerra irregular Jorge Briceño, el Mono Jojoy; Alfonso Cano, Raúl Reyes y Timochenko, entre otros. Un tiempo atrás, quizás a fines de los años 50, apareció en la zona Óscar Reyes o Januario Valero, nacido en Chámeza, Casanare, por lo que es probable que se hubiera alzado en armas en los Llanos. Un forajido común que hizo acuerdos territoriales con las Farc y por ello las autoridades lo consideraban uno de sus comandantes. Cayó en Santa Marta en un mitin de la Anapo y estuvo preso en Gorgona. Fue asesinado en San Antonio, Huila.
Con el correr de los días llegaron también familias desplazadas del sur de Tolima, de Huila, de Cauca, de Quindío. Joselo, un campesino de Aipe que peleó en Marquetalia, desarrollaría un sistema particular de trabajo colectivo inspirado en la minga indígena y en el brazo prestado de los colonos no sólo para hacer caminos y puentes, sino para producir comida: fríjol, caña, arveja, plátano y yuca. Los viejos colonos que entrevisté llaman a esta modalidad de organización “las partijas de Joselo”. “Joselo daba semilla y comida y entraba en compañía con la gente.
A esa parcela iba a trabajar más gente para sembrar o para recoger. Ya en el momento en que estaba en manos de la persona, él compartía con otra gente, cambiaban el día en jornales, que aquí llamamos ‘mano muerta’. Se ponían condiciones también porque en toda época ha habido gente que le gusta andar acaballada”. Eran —aclaran— gentes que “trabajaban con el fusil terciado”. El producto se dividía en dos partes: una para la organización, es decir, para las Farc, y otra para los colonos. “El fríjol se daba por encima de las montañas. ¿Cuál fumigar? ¡Qué abono ni nada! Se regaba el fríjol en el monte y luego se tumbaba la montaña encima de la semilla; cuando el fríjol salía, se enredaba por encima de la montaña que se había tumbado. Y ahí se cogía muy buena cosecha. Se le daba el nombre de ‘rocería de tapado’. Íbamos buscando los nacederos de agua y así agrandábamos la finca”.
El 25 de marzo de 1965 a las 10 a. m., cuando el viento se llevó la niebla y la tierra comenzó a calentarse, el gobierno bombardeó la región. Los colonos lo cuentan así:
“Fue un borbandeo (sic) muy terrible, de punta a punta; en todas partes descargaban tropa los helicópteros. Todo el mundo buscó salir de la casa al monte porque no había otra forma de librarse de la muerte. La zona no era como hoy, descubierta; era muy selvática, en las pocas partes abiertas que había los helicópteros descargaban al Ejército. Muchas de las personas que salieron a esconderse perdieron la vida por hambre o por enfermedad. Por eso se llamó la ‘Marcha de la Muerte’. Yo alcanzo a acordarme, yo tenía como 12 años; llegó primero una avioneta; como yo no sabía de aviones, ni de nada, arranqué a correr al monte, y mi papá me gritaba: ‘No se vaya, no se vaya’. Desde entonces entró una persecución política a esta zona. En un momento difícil, usted no se acuerda de llevar la comida sino de librar la vida. Lo que teníamos en la casa quedó botado. Al llegar a la selva, uno se acuerda de la comida, pero con la vida puesta. A los tres días sin comer, uno pierde el concepto, pierde el amor por lo vivido. Hasta tocó matar los caballos y los perros porque no había más qué comer; los animales pagaron el pato en esa guerra. Yo llegué a conocer lo que siempre había negado, como ser capaces de comer una parte de humano. Alguno para poder sobrevivir lo hizo, porque uno pierde el amor hasta de uno mismo. Con el tiempo uno aprende a conocer la selva y sólo come pepas roídas por otro animal. Pero el hambre, la pura hambre, no respeta nada”.
La región se desocupó por los cuatro costados. La mayoría salió río abajo hacia Guacamayas, adonde llegó el 20 de mayo; otra parte desanduvo el camino y regresó a Neiva o a Algeciras; quizás una minoría cruzó el páramo de Picachos, al oriente, para salir a San Juan de Lozada. La selva recuperó lo perdido y el rastrojo cubrió los barbechos, enmontó los cafetales, se comió el pasto. Hay un túnel de silencio, aun de los mayores, donde se pierde la memoria hasta 1967, exactamente hasta el mes de marzo, cuando Tirofijo emboscó una patrulla del Ejército cerca de Algeciras que dejó 16 soldados muertos, unos pocos heridos y permitió, según El Tiempo, “adueñarse de muchas y modernas armas”. Fue el primer gran combate de las Farc después de su fundación. El escándalo por los medios fue mayúsculo, pues la opinión pública estaba segura de que después de la Operación Marquetalia, “la pesadilla había terminado”.
Durante la década del 70 se le vuelve a perder el rastro a la región. “El Pato —cuenta una mujer— era una región prohibida. En ese tiempo salía uno a Neiva y la gente lo miraba como si fuera un tigre. El Pato no existía”. Durante esos oscuros años, Noel Mata, alias Efraín Guzmán o Nariño, nacido en Chaparral, que había combatido en Villarrica y en Marquetalia al Ejército, y en el Guayabero al guerrillero liberal Dumar Aljure, fue encargado de la organización social de las comunidades mediante la formación de Juntas Sindicales, uno de cuyos dirigentes fue Humberto Moncada. Eran en realidad el poder regional. Distribuían los baldíos, mediaban litigios de tierras, levantaban empadronamientos, sancionaban escándalos públicos, definían rutas de las trochas y, según testimonios recogidos hace 30 años, cuando conocí la zona, sus directivos eran elegidos por votación popular, aunque la guerrilla daba el visto bueno a los resultados de la elección (ver “Los bombardeos de El Pato”).
Hacia finales de la década, el Gobierno contrató la construcción de la carretera entre Balsillas y Guayabal, una vez que don Oliverio Lara donó al Ejército un terreno para un fuerte militar. A comienzos del 80, la Fuerza Aérea bombardeó la pista de Puerto Amor y Joselo hostigó los trabajos de la carretera, mientras las Juntas Sindicales organizaron la llamada “Marcha por la Vida”, para denunciar lo que consideraban el comienzo de un vasto operativo militar y distinguirla de la que llamaron “Marcha de la Muerte”. Más de 500 campesinos con sus hijos se encontraron en Balsillas para caminar hasta Neiva. La Policía trató sin resultado de detener la movilización; los colonos habían logrado despertar tal solidaridad ciudadana, que empresas transportadoras pusieron buses para que la gente llegara a la Gobernación del Huila a sentar su protesta. Estuvieron en las oficinas públicas tres días, pero, sitiados por la fuerza pública, aceptaron ubicarse en el coliseo, donde permanecieron casi dos meses. Entrevisté a varios dirigentes, entre ellos Moncada, y a varias mujeres con cuyos testimonios escribí con Alejandro Reyes un texto publicado por el Cinep como “Los bombardeos de El Pato”.
Los colonos regresaron a la región como se habían ido, con las manos vacías, pero las Juntas organizaron un gran recibimiento a los marchantes, con música, voladores, arcos florales, comparsas y bailes, evento que desde entonces se celebra todos los años como el Festival del Retorno, al son de El barcino. El regreso no fue sólo de los colonos que se movilizaron hacia Neiva. Por los mismos caminos, y poco a poco, fueron llegando los colonos que desde el 65 habían sido expulsados por la violencia y otros nuevos, atraídos por las perspectivas de paz social, fertilidad del suelo y bajo costo de la tierra. La región se había desocupado a raíz de la militarización de mediados de los años 60. En 1976 había sólo 890 habitantes, pero en 1989 había casi 3.000, según el DANE. La existencia de la guerrilla en la zona podía ser un factor disuasivo para los empresarios y ganaderos, pero es atractivo para los colonos puesto que su sola presencia garantizaba tierra barata y, en el caso de El Pato, ubérrima.
Uno de los primeros síntomas de colonización es la extracción de maderas finas. Los aserradores exploran las selvas, abren picas, rozan pequeños abiertos donde siembran pasto para alimentar sus bestias; en una palabra, hacen el mapa de la zona. A partir de mediados de los años 80 entraron numerosos compradores de madera que financiaron a colonos la tumba y saca de maderas, lo que fue facilitado por la apertura de la brecha carreteable hasta Guayabal y Los Andes. El territorio tiene dos limitaciones de uso y tenencia: la Ley segunda de 1959 o de reserva forestal, y la creación en 1977 del Parque Nacional Los Picachos, normas que ni la guerrilla respetó ni los colonos conocían. Ellos cuentan el cuento así: “Primero se explotó el cedro; después el nogal, el amarillo, el laurel; esa explotación fuerte duró como hasta el 90-92. Empezaron desde las vegas hacía las lomas. La madera la compraban intermediarios. A veces uno no tenía el equipo: motosierra, comida, y llegaba el tipo con el plante completo: 40 mulas, cuatro motosierras, cinco trabajadores, y nos decía: ‘Usted que tiene tanto monte ahí, le pago tanto por palo’. Muchos aserradores se quedaron a hacer finca sembrando pasto y trayendo unas pocas reses; otros, cultivando café y fríjol. Las Juntas de Acción Comunal reglamentaban tanto la explotación maderera como la fundación de colonias, y crearon un Comité de Picachos para negociar el traslado fuera del parque. Pero la mayoría eran negociantes forasteros que se fueron a otras selvas. Muy pocos predios llegaron a tener escrituras registradas en notaría; la casi totalidad de colonos ocupaban su mejora sobre la base, muy respetada, de una carta-venta. O sea, una mera declaración escrita de los vecinos o del vendedor en la que constaba que la posesión era legítima y aceptada por la vereda.
Los Acuerdos de La Uribe firmados entre el gobierno de Betancur y las Farc (1982) —que incluían el cese al fuego— contribuyeron al poblamiento y la organización social y política de la región. Las Juntas se fortalecieron con la presencia institucional —Caja Agraria, Incora, Caminos Vecinales, ICA, salud, educación— y al mismo tiempo la Juventud Comunista impulsó la fundación de grupos de Unión Patriótica. Por primera vez, quizá, muchos colonos, a la par que registraban su nombre para votar, firmaron papeles para recibir préstamos. La guerrilla tuvo como nunca una febril actividad civil, con la perspectiva de transformarse en partido político. Después, las continuas masacres de miembros de la UP y la ruptura de los acuerdos durante el gobierno de Barco —cuya divisa era, paradójicamente, el esquema gobierno-oposición—, echaron de nuevo la talanquera. La guerrilla volvió a encerrarse y a convertir a algunos miembros de la población civil organizada en unidades militares o milicianas. Los años siguientes fueron de guerra. El Ejército estableció puestos militares permanentes a lo largo de la carretera entre Balsillas y Los Andes; se bloquearon de nuevo las entradas, se multiplicaron las requisas y el Estado replegó su presencia civil. Coincide la vigencia de las medidas gubernamentales con la fugaz bonanza de la amapola en las zonas altas, sobre todo en el parque Picachos. Fueron unos pocos años en que, como recuerdan hoy, “la plata rumbaba”: se abrían discotecas y bares, las prostitutas y las mesas de juego abundaban. Sin duda, algunos campesinos alcanzaron a mejorar sus fincas, construir casa en Guayabal y sacar a sus hijos a estudiar a Neiva. También la guerrilla y el Ejército pescaron en río revuelto, factor adicional de aseguramientos territoriales. La bonanza pasó y poco dejó. Lo curioso del cuento es que la coca no entró a la región para reemplazar la amapola. Al final, el ataque del Ejército a Casa Verde durante el gobierno de Gaviria, el día de elecciones para la constituyente del 91, echó falleba y la región permaneció taponada.
El gobierno de Samper trató en vano de restablecer la negociación política con las Farc y hubo varios encuentros con la guerrilla en diferentes zonas, incluida Guayabal. Pero la debilidad política de la administración a causa del escándalo de los narcocasetes y el aprovechamiento de ese hecho por los altos mandos militares permitieron que los combates ganaran dimensiones hasta entonces desconocidas. Baste recordar Las Delicias, San Juanito, Patascoy, Mitú y la generalización de las masacres paramilitares en todo el país. No obstante, el gobierno Samper logró impulsar la ejecución de la Ley 160 de 1994. La norma tiene un espíritu campesinista en dos sentidos: impide la concentración de tierras en zonas declaradas de reserva para campesinos y determina que las tierras baldías se deben adjudicar a ellos. Una talanquera para impedir que las tierras en áreas de colonización continuaran, por diversos mecanismos, siendo concentradas en pocas manos. En palabras de Darío Fajardo: los sectores más débiles del campesinado transfieren a muy bajos precios la valorización de sus tierras —vía venta de mejoras— a los nuevos terratenientes. Los colonos buscan nuevas tierras y el ciclo se repite. Con los cultivos de coca, esa ley tendencial logró ser detenida pero al mismo tiempo evolucionar como conflicto social. Así, en La Macarena, San José del Guaviare —al otro lado de El Pato— se presentaron fuertes y sangrientos enfrentamientos entre colonos cocaleros y fuerza pública. Parecía que los colonos fueran conscientes de la temporalidad de la bonanza y, al mismo tiempo, de la función que cumplen en la frontera agrícola. Habla bien de la ley 160 el hecho de que los gremios agropecuarios —Fedegán y SAC— la atacaran desde su promulgación.
Una de las primeras y más significativas ZRC, compuesta por 36 veredas, un área de 111.000 hectáreas y una población de 6.000 habitantes, fue creada por el gobierno Samper en la región de El Pato-Balsillas. Con dineros del Banco Mundial, el gobierno compró la hacienda Abisinia en el valle de Balsillas. La base del programa fueron las juntas de acción comunal que constituyeron la Asociación Municipal de Colonos del Pato (Amcop). Uno de sus fundadores cuenta la historia:
“Entre el 94 y el 96 se comenzó a hablar del fin de la amapola. Ni a la Coordinadora de las Juntas de Acción Comunal ni al Comité de Picachos —que buscaba legalizar los predios que estaban dentro del Parque Nacional— le querían dar la personería jurídica. Por eso se llegó en el 97 a la audiencia pública para la creación de la ZRC organizada por la Amcop y se obtuvo la licencia para elaborar un plan de desarrollo y un proyecto piloto”. Me consta que no fue fácil que la guerrilla conviniera con la ZRC por considerarla una “artimaña” de la burguesía y del imperialismo. Lo ratifican dirigentes de Amcop: “Al principio un mando de las Farc estaba en contra y nos tocó pelear casi como con Uribe; pero cuando vio que iba a cometer una embarrada, se echó para atrás”.
El gobierno de Pastrana entró en conversaciones con las Farc y aceptó despejar 45.000 kilómetros para facilitar la negociación política. El Pato estuvo incluido en el área por ser un corregimiento de San Vicente del Caguán, sede de la mesa. La guerrilla hizo presencia abierta. En Guayabal había un retén y un comando permanente. De hecho, el comandante local hacía el papel de máxima autoridad. Cerca de Balsillas, por ejemplo, fue detenida una caravana encabezada por Horacio Serpa —en ese momento candidato a la Presidencia de la República— y obligada a regresar a Neiva. Al finalizar el despeje, en 48 horas el Ejército ocupó la región y cuentan los pobladores de Guayabal que donde dormía la tropa amanecían letreros de las Auc. Así, el restablecimiento de la autoridad legítima forzó de nuevo el éxodo de muchos colonos, sobre todo de aquellos que tuvieron que ver con la constitución de la ZRC o de los que de alguna forma habían colaborado con la guerrilla durante el Despeje. El péndulo oscilaba hacia la derecha. Uribe cortó de tajo en todo el país los proyectos de las de ZRC. El Ejército detuvo a cinco miembros de Amcop y los tuvo presos durante 14 meses sin acusación formal alguna. En muchas ocasiones y por largos períodos fue decretado el toque de queda en el área, medida que aún subsiste, puesto que los vehículos no pueden circular entre las 6 p. m. y las 5 a. m. entre Balsillas y Guayabal. El bloqueo económico duró los ocho años del gobierno de Uribe.
Al final de la reunión que tuve con dirigentes de Amcop para hacer este reportaje, un hombre de unos 25 años, moreno, que había estado muy discreto escuchando, se acercó para invitarme a conocer un “cementerio muy raro” que hay en la vereda de Andes. La reunión había terminado porque todo el pueblo de Guayabal estaba hipnotizado por el partido de fútbol entre Colombia y Brasil. Como a mí no me entusiasma ese deporte y menos tratándose de un evento tan patriótico, me pareció un buen programa usar mi tiempo libre en curiosear la obra, situada a 20 minutos de Guayabal.
Se trata de una amplia avenida en zig-zag rodeada de unos 400 pinos cuidadosamente podados que sube de la carretera que va a San Vicente del Caguán hasta un plano cubierto pero destapado donde hay sillas y donde estaban velando a una niña. Al lado hay dos mausoleos con 20 tumbas, la mitad ocupadas. Un poco más abajo, 16 tumbas en la tierra con sepulturas sin cruz alguna, con nombres castellanos: Mauricio, Guillermo, Juan, Nicolás. Como cosa curiosa, sobre la tapa hay un nicho que en una región tan lluviosa parece destinado a conservar un pequeño espejo de agua sobre las tumbas. Conmovedor. El cementerio huele a resina de pino y está rodeado por una malla. La gente dice que los morteros que por la noche dispara con frecuencia el Ejército —fui testigo de uno de esos disparos en Guayabal— no han logrado acertar, o no han querido, pienso yo. Estando en estas, el mismo personaje que me había invitado a conocer el cementerio me dijo: “El comandante quiere hablar con usted”. Acepté con muchas dudas, pero lo hice porque tenía la curiosidad, esa sí, de saber el secreto de la permanencia de las Farc en la zona desde 1965. En un punto del camino, a media hora de Andes, salieron un par de guerrilleros en moto y nos hicieron señas de seguirlos hasta una casa que parecía abandonada. Ahí estaba el comandante. Un hombre de 50 años, uniformado, bien armado y de pocas pulgas. Me saludó, mandó que me sirvieran café y me preguntó: “¿Ya almorzó?”. “No”, respondí un tanto azorado. Aproveché para soltarle la pregunta que tenía atravesada: “Ustedes llegaron en 1965 y siguen aquí. ¿Cómo han hecho?”. Me respondió lo siguiente:
“La permanencia de las Farc se explica en el descontento que hay en la gente por su forma de vida, por su pobreza, a pesar de que hoy por hoy las comunidades han desarrollado las ZRC que les ayudan a conseguir modos de producción y de vida. No nos ven a nosotros como el enemigo, sino como el ejército que tiene la esperanza y la posibilidad de cambiar el futuro de Colombia.
Los bombardeos alimentan el rechazo generalizado al Estado. Porque allá arriba, en los Andes, botaron un mortero, abrió un talud en la carretera y al estallar le dañó la cara a una compañera. A otros compañeros les han caído en sus casas, les han matado semovientes, o sea, los han perjudicado grandemente. Por eso nosotros hemos resistido. Ellos no denuncian, porque temen que los estigmaticen como auxiliadores de la guerrilla. O como guerrilla, que es la costumbre. Al pueblo colombiano lo hacen vivir en ese nudo absoluto.
En las zonas rurales los campesinos conocen la guerrilla, han crecido de su mano, han visto perecer familiares. Ellos no son apáticos a nuestro proyecto revolucionario. Pero, desafortunadamente, en las ciudades donde no los bombardean tienen una idea totalmente distorsionada de lo que somos.
“El derecho propio no es mirar hacia la derecha, sino hacia la izquierda. Si sube Santos al poder, es la misma guerra que si sube Zuluaga: ambos obedecen a su clase. Pero decir que si sube un político que tenga discurso de izquierda pero tenga posiciones de derecha, Colombia va a cambiar, es un contrasentido. Porque hay que cambiar toda la estructura política, desde el concejal hasta el presidente. La gente nos pregunta en las calles, en las veredas, en las carreteras, en sus fincas: ‘Camaradas, en el momento de firmar la paz, tenemos miedo porque nos quedamos sin la protección de ustedes, ¿qué va a ser de nosotros? Cuando se firme la paz, ¿qué va a hacer el gobierno con los ladrones, con los viciosos, con la delincuencia que va a proliferar? Nosotros no queremos que se acabe esta ‘paz’ que estamos viviendo’. Porque aquí los campesinos salen, dejan sus casas abiertas y no pasa absolutamente nada”.
La última frase del comandante coincidió con el fin del partido de fútbol que perdió Colombia con Brasil, que sus guardaespaldas oían en un radio. Se veían tristes. Me despedí, deseándoles suerte. Lo mismo hicieron ellos.