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Leones y búfalos

Buenaventura volvió a primer plano nacional por cuenta de la violencia indiscriminada, fusión y efecto de todas las vertientes del conflicto.

Alfredo Molano Bravo - Especial para El Espectador
16 de marzo de 2014 - 02:00 a. m.
El poder en los barrios es monopolizado por grupos armados que se hacen llamar la Empresa, los Rastrojos, los Urabeños, los Chocoanos, la Empresita, y cambian con cada comunicado oficial.  / EFE
El poder en los barrios es monopolizado por grupos armados que se hacen llamar la Empresa, los Rastrojos, los Urabeños, los Chocoanos, la Empresita, y cambian con cada comunicado oficial. / EFE
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La carretera que atraviesa la cordillera Occidental entre Cali y Buenaventura es una clase abierta de geografía y una muestra de nuestros conflictos. Se dejan atrás una ciudad cada vez más ruidosa y un valle cada vez más invadido por los ingenios azucareros, para caer a la selva del Pacífico, explotada por compañías madereras y herida por compañías mineras. La selva, sin embargo, resiste: crecen los yarumos en los puentes, los platanillos en las bermas, los musgos —verdes, rojos, amarillos— en los postes de cemento armado. En San Cipriano trabajan las retroexcavadoras sacando oro y robándose territorios negros; la madera sigue saliendo sin control. La vía, normalmente congestionada de mulas y buses, estaba el miércoles pasado, día del plantón decretado por los comerciantes de Buenaventura, desocupada. Antes de llegar al puerto había tres retenes: Armada, Ejército y Policía. Señales de mutua desconfianza. En la ciudad no circulaba un vehículo, no había una tienda donde comprar una botella de agua.

A las 11 de la mañana comenzó la gente a salir de los barrios hacia el centro, vestida de blanco, con tal cual banderín patrio y haciendo sonar las estridentes vuvuzelas. Las motos, que son miles, aportaban su cuota de ruido. Los policías bachilleres miraban el desfile un tanto asustados; la Infantería de Marina vigilaba los edificios públicos; al Ejército lo acuartelaron. En la calle principal el perifoneo invitando al plantón era infernal. Toda la ciudad estaba empapelada con carteles del mismo tipo y tamaño: “Los búfalos se unieron y los leones no se los comieron” y “Ya comenzamos a derrotar la indiferencia”.

Convocada por la Iglesia y las organizaciones sociales, el 19 de febrero pasado hubo otra marcha —esa sí enorme y popular, de 25.000 personas, según cálculos de los medios locales— que recorrió toda la isla por las comunas de bajamar y se detuvo nueve veces para enterrar la muerte y pedir una vida digna. La gente señaló con nombres propios a los responsables de la violencia por acción y por omisión. No estuvieron presentes ni las autoridades locales ni las nacionales. El comercio no cerró. El Esmad se atrincheró en el puente del Piñal, que une la isla con el continente. Al día siguiente de la marcha, hubo siete asesinatos: dos descuartizados y cinco muertos a plomo.

Una vez anunciada la fecha del plantón, llegó el presidente Santos con sus ministros de Hacienda y de Defensa. Habló con los comerciantes y con las autoridades, anunció la realización de un censo educativo y nombró un gerente social para Buenaventura. El ministro Pinzón declaró que no había casas de pique y dijo que mandaría 380 policías adicionales; al gobernador del Valle se le hicieron muy poquitos y pidió remilitarizar la ciudad. Los altos funcionarios no habían acabado de aterrizar en Bogotá cuando los paramilitares cazaron a un ciudadano y lo ametrallaron en plena calle. El miércoles de plantón fue en realidad un día de fiesta y de ocio. Los medios consideraron el acto una jornada histórica y los comerciantes, un “carnaval de alegría”.

Sin embargo, la realidad tal cual es se abre camino a pesar de los afeites. Buenaventura, nuestra puerta al Lejano Oriente, el puerto por donde sale el café y entran miles de contenedores con mercancías chinas, está tomado por el paramilitarismo, clásico o de nuevo tipo, pero paramilitarismo al fin. El poder en los barrios es monopolizado por grupos armados que se hacen llamar la Empresa, los Rastrojos, los Urabeños, los Chocoanos, la Empresita, y otros nombres que aparecen y desaparecen de los comunicados sobre orden público. Es el último y largo capítulo de violencia que desde los años 90 anidó en la región.

El M-19 actuó entre Buga y Loboguerrero; el Eln, en el bajo Calima; las Farc, entre los ríos Naya y Dagua. Cercaron a Buenaventura poco a poco y entraron a los barrios. Las autoridades, los comerciantes y los grandes financistas del futuro entraron en pánico. Vicente Castaño fue llamado de afán para limpiar el puerto. Éver Veloza, alias H.H., comandante del bloque Calima, contó que su “estructura asesinó a sangre y fuego más de mil personas entre los años 2000 y 2001 en Buenaventura, para sembrar terror”. Palmo a palmo, los paramilitares fueron sacando a las Farc de la ciudad. Ciudadanos, milicianos y guerrilleros fueron asesinados sin contemplación. Muchos políticos colaboraron con los paramilitares; algunos comerciantes contribuyeron a financiar sus acciones.

El dolor fue el pan diario de los barrios de bajamar. La amenaza, el chantaje, el reclutamiento, el asesinato aleve, la masacre, la desaparición forzada, el desmembramiento de cuerpos ocurrían todos los días sin que nadie se atreviera a denunciar y sin que la fuerza pública interviniera. En los manglares, por donde salían —y salen— las lanchas rápidas cargadas de cocaína y donde se están construyendo —o se van a construir— gigantescos puertos, flotaban cadáveres despedazados. Otros muchos quedaron para siempre en las profundidades del mar. La impunidad reinaba. Los negocios decaían o se arruinaban; numerosos comercios cerraron sus puertas. Pero bajo la protección paramilitar otros compraban tiendas, almacenes, distribuidoras, casas de cambio, bares, cafés, carnicerías, panaderías, y aceptaron gustosos pagar los impuestos de seguridad a los asesinos.

Uno de los efectos de los acuerdos de Ralito fue la proliferación de grupos paramilitares acéfalos. Buenaventura fue dividido y subdividido en territorios de mando, acotados por barreras invisibles que la gente y las autoridades conocían. Los jefes ordenaban matar a discreción. El narcotráfico continuó, la minería de retroexcavadora apareció y la extorsión se generalizó. En los comandos paramilitares aparecieron las casas de pique, una de las prácticas de muerte más monstruosas que pueden ser imaginadas.

No estoy hablando del pasado, aunque hace varios años la modalidad fue denunciada por la Iglesia. Estoy hablando de lo que sucede hoy. El ministro de Justicia aceptó su existencia, pese al silencio de las autoridades competentes. A plena luz del día se lleva a la víctima a garrotazo limpio hasta el sitio —muchos hubo en Piedra Canta— y en la oscuridad se desmiembra viva. En los barrios populares se oyen los gritos de auxilio y desesperación, el ruido de las motosierras, los golpes del hacha. Las autoridades duermen. Amanece, la vida sigue. El terror ejemplarizante circula en silencio. Nadie vio, nadie oyó, nadie dice nada.

Quien denuncie ante la autoridad el crimen puede convertirse en el siguiente descuartizado.

En general, las casas de picar quedan a orillas de los manglares, donde es más fácil botar los pedazos destrozados de las víctimas amarrados a bloques de cemento. Sin cuerpo no hay investigación judicial posible y, por tanto, no hay enjuiciados; sin cuerpo, los dolientes no pueden “preparar el muerto”. “Se prepara el cuerpo poniéndole una de las prendas con que fue asesinado; se le amarran los dedos gordos de los pies con un cordón de un par de zapatos negros recién comprados y se le mete en la boca un papelito con los nombres de los asesinos. A los pocos días los victimarios caen asesinados o se van muriendo de palidez”. Por ambas cosas es una fortuna ser asesinado de un tiro y caer en un piso donde la gente lo vea entero y la familia pueda recogerlo.

Más allá de la brutalidad está el efecto: el sometimiento total de la población que siempre ve, oye y sabe lo que hacen en las casas de pique. Un sometimiento que llega al mercado y que contribuye a que muchos negociantes hagan fortuna comprando el terror. Al principio se llaman colaboraciones; después, contribuciones, y al final, vacunas o extorsiones. Los paramilitares, una vez indultados por Uribe, se han reorganizado y siguen haciendo su agosto no sólo con el tráfico de cocaína, con la minería de retroexcavadora, con el movimiento del puerto y sus proyectos de ampliación, sino con el comercio en general, desde la galería y los mayoristas hasta la tienda y la chaza. Todos pagan impuestos.

El “moto” pasa cobrando día a día la vacuna. Se dice que la cuota no cobrada el miércoles del plantón, se cobró doble el jueves. La extorsión se apoderó de Buenaventura, el pueblo está hoy sometido a la doble tributación. La fuerza pública cuida las calles, tiene puestos en los barrios y el orden establecido por los paramilitares se reproduce y se consolida. Contra ese orden es que se ha parado el comercio y se le ha unido la población. A cada uno le duele donde más lo aprietan.

Los alaridos de los descuartizados han empujado al grito en la calle; la extorsión al comercio llenó de letreros las avenidas protestando contra los fieros leones que se alimentan de los apacibles búfalos. Pero las medidas tomadas hasta ahora por el Gobierno no son un buen augurio de lo que pasará. Los cachorros que se acostumbraron a ordeñar búfalos no aceptarán fácilmente dedicarse a cazar conejos.

Por Alfredo Molano Bravo - Especial para El Espectador

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