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La niña que “nació sin cabeza”

Las madres de dos menores con discapacidad cognitiva dan testimonio de lo que es criar a niños especiales en un medio retrasado en políticas de inclusión social. Dos historias que se cruzan para mostrar una realidad que la mayoría prefiere ignorar.

Daniela Hernández Arenas*
23 de marzo de 2016 - 02:21 a. m.
Natalia Martínez Arenas y Sara. / Cortesía
Natalia Martínez Arenas y Sara. / Cortesía

 Suena el teléfono…

—¡Aló! ¡Aló!, ¿Con quién hablo?
—Soy yo, señora Emma, Martha, su nuera.
—¿Cómo le va?
—Bien, bien. Es que era para avisarle que Rosalba tuvo una niña.
—¡Qué bueno!, me alegra mucho.
—Pero, lastimosamente, nació sin cabeza.

El frío recorre su cuerpo, aún lo siente. “De inmediato, yo cogí las pocas cosas que tenía y salí directico al terminal, pero eso para mí era un esfuerzo, sentía que todo se me devolvía solo escuchando el sonido del bus”, recuerda Emma Olmos, madre de Rosalba Arenas Olmos. Eran más de cuatro horas de camino desde Garagoa, un pueblo pequeño al suroriente de Boyacá, hasta Bogotá. Durante todo el viaje se preguntó cómo era posible que hubiera nacido sin cabeza.

Aprieta, pero no ahorca

A sus 57 años, Rosalba ha preferido olvidar. Ya no es la misma jovencita de 18, con flores en su cabeza que dejaban caer un velo blanco; ya no tiene puesto ese vestido verde menta con el que juró y le juraron amor eterno frente a un altar, aquel 26 de noviembre de 1977. Ya no usa su argolla de matrimonio.

“Mi marido no me dejó casar de blanco, y yo como burra le hice caso, pensé que era normal. Yo quería salir del mundo de Garagoa y llegar a Bogotá con la ilusión de entrar a la universidad”. Tras un año de matrimonio, las cosas no pintaban muy bien; sin embargo, Rosalba quedó en embarazo. “Polidoro decía que era por agarrarlo, y yo con ese renacuajo en la barriga”, dice mientras mira al sillón donde está sentada su hija. Nueve meses después nació Natalia Martínez Arenas en un parto natural sin complicaciones. “Entonces yo salí y ella se quedó en la clínica, pero no me la dejaban ver; no entendí qué pasaba sino hasta cuatro días después cuando entré en crisis al saber que había tenido una niña con retraso mental”.

Emilio Yunis, médico genetista que le realizó los primeros exámenes a Natalia, escribió en su reporte:

“Natalia Martínez Arenas, nacida el septiembre 15 de 1978. Corresponde al primer embarazo de un matrimonio consanguíneo en segundo grado […] fontanelas pequeñas, cráneo microencefálico, ojos normales, orejas bajas, cuello normal. Corazón, abdomen y genitales externos normales. […] La microcefalia por microencefalia de la paciente se ha producido por hemocigotismo por gen recesivo, lo que quiere decir que cada uno de los padres es portador del gen. Se recomienda a los padres abstenerse de nuevos embarazos por el alto riesgo de repetición”.

No entendía la magnitud de las cosas. Martha, su cuñada, había llamado a Emma, su madre, a decirle que su nieta había “nacido sin cabeza”. El médico le dijo a Polidoro que su hija tenía la cabeza de un pollo; Rosalba la miraba y la veía hermosa, era su hija, ¿cómo no lo iba a ser?

Según los médicos, Natalia no hablaría, no comería, no se sostendría, sería una persona inútil; de hecho, dijeron que no sobreviviría más de un mes; sin embargo, para Rosalba sacar adelante a su hija se convirtió en un reto. Hoy, a sus 38 años, Natalia supera todos los pronósticos médicos, aunque su capacidad intelectual no supera la de un niño de cuatro años.

Cada progreso fue una ilusión: “A los cuatro años dejó los pañales. Pero me hacía seis o siete diabluras al día, hoy ya es juiciosa”. Natalia se ríe y pregunta: “¿Yo, mamá?

Conseguirle colegio no fue nada fácil. El Banco de la República corrió con los gastos de su educación hasta los 23 años porque Polidoro Martínez Arenas trabajaba allí. “Para ese entonces, la educación especial era un lujo, si el Banco no se hubiera hecho cargo no sé qué hubiese pasado con Naty; yo estaba tan contenta cuando pude inscribirla por primera vez en un colegio, que le compré lonchera, cuadernos, uniforme, todo. Al otro día la echaron”, recuerda Rosalba. La ingresó en cuanto colegio o curso había para niños en su condición: pasó por el Instituto Fe, CEPA, CIDIE y Santa María de la Providencia, entre otros. Llegó el momento en que se cansó y abrió en su propia casa una escuela vacacional para niños especiales: los llevaban a cine, hacían manualidades, bailaban, jugaban y fabricaban escobas y traperos. Ya no era una niña especial a su cuidado, sino 20 más.

Pese a las advertencias de nuevos embarazos que les hicieron en el estudio genético, el 17 de agosto de 1980 nació otra niña: Aida Consuelo, un angelito para el que los diagnósticos sí fueros acertados porque murió a los cuatro meses. Según el reporte de los médicos de la Clínica David Restrepo, al nacer tuvo un terrible ataque de amebas que perforó su intestino. “En medio de mi desesperación les decía a los médicos que si no se podía hacer un trasplante de cabeza para mi otra hija que tenía microcefalia”.

Cuando Natalia tenía ocho años, Rosalba quedó nuevamente en embarazo. “Leonardo nació normal, sin ninguna complicación, pero después de tanto sufrimiento me separé de Polidoro; años más tarde inicié una relación con Danilo, mi esposo actual, quien ha sido un apoyo incondicional en la crianza de Naty y con quien tengo otra hija de 20 años, totalmente normal”.

Después de enfrentar un severo cáncer de colon, Rosalba se salvó. Lo primero que hizo fue mandar a hacerle la ligadura de trompas a Natalia, pues no quería que en caso de su ausencia y ante un posible abuso sexual, la niña pudiese quedar en embarazo. Sin embargo, no fue un proceso fácil, pues según Medicina Legal, ella está violando el derecho de su hija a elegir si quedar o no embarazada. “Viejos brutos, no entendían la realidad de los hechos; no era su hija, era la mía”.

“Diosito aprieta, pero no ahorca, no todo es malo, su compañía es mi alegría, después de estar tanto tiempo sola nunca más lo volví a estar”. Rosalba no deja de mirarla y de sonreír, le manda un besito a Naty, que ella responde.

A sus 38 años, Naty tiene algunas canas a la vista, sus cejas arqueadas, los ojos azulados iguales a los de su padre, su cuerpo proporcional a la carita. Todo parece puesto armónicamente en su lugar.

De corazón grande, pero bolsillo chiquito

Teresa Morales es madre biológica de María Angélica y Jorge. Sarita es adoptada. “En unas vacaciones de junio, a mi mamá y a mí se nos ocurrió la fantástica idea de traerla a Bogotá para llevarla al médico, porque a sus cinco meses de nacida, la vimos en un estado de desnutrición crítico, ni siquiera podía levantar su cabeza por sí misma”, cuenta María Angélica. La pequeña nació en Prado (Tolima), el 4 de febrero de 2004; hija de Inés, una mujer que padece retraso mental grave, y de un padre alcohólico, “que trabaja en el campo y los fines de semana se gasta el dinero en licor”, reitera María Angélica.

Cuando llegaron a Bogotá le consiguieron leche materna a Sarita; su crecimiento estaba estancado y, según médicos del Hospital de Chapinero, la niña era víctima de maltrato físico porque le vulneraron su derecho a la alimentación. “Ellos nos dijeron que lo mejor era que cuidáramos de ella, pues con nosotros tendría un mejor futuro que en Bienestar Familiar”.

En diciembre, Teresa y María Angélica regresaron a Prado. Inés, al ver que su hija estaba mucho mejor, les dio oficialmente la custodia. Fue así como Sarita se convirtió en parte de la familia. “Su crecimiento fue normal; la primera palabra la dijo al año y fue ‘papá’. Caminó a los dos años, realmente lo único raro que veíamos era que no corría igual que los otros niños, ella ponía sus manitas hacia atrás”, dice María Angélica.

A los cuatro años quisieron ingresar a Sarita en una institución educativa. Aunque vivían en Suba le salió el cupo en la localidad de Barrios Unidos, en el Colegio Juan Francisco Berbeo. Pese a que el Distrito daba el subsidio de transporte, la distancia era bastante larga, a una hora de camino. Ella entró a transición y fue ahí donde los docentes se empezaron a dar cuenta de que la niña no tenía el mismo desarrollo que los demás, pero siguió estudiando.

A los seis años, el orientador le recomendó a María Angélica practicarle un examen a la niña en la Fundación Liga contra la Epilepsia, para que le calificaran su coeficiente intelectual. “La verdad es que me puse de mal genio porque a la niña la estaban discriminando; igual fui”, dice. A los ocho días le entregaron el siguiente resultado:

“En la escala McCarthy de aptitudes y psicomotricidad tiene un resultado dentro del rango de Déficit Cognitivo Moderado, Coeficiente Intelectual de 58. […] La subescala numérica muestra bajo rendimiento con un índice de 24, sin desarrollo de operaciones de cálculo simple o tareas de distribución. Según estos resultados la edad mental de la niña es de 3 años 5 meses; con dificultades en memoria de trabajo. […] Se sugiere iniciar intervención por Terapia Ocupacional y Terapia de Lenguaje para desarrollar las destrezas específicas en estas áreas”.

Ese día, María Angélica discutió con la psicóloga: “Me molesté muchísimo, porque yo no veía que Sarita tuviera algún tipo de retraso, y cuando me acerqué al colegio me dijeron que debía pedir cupo en un colegio especial”. El colegio en el que ella estudiaba tenía inclusión, pero los niños eran demasiado grandes para su edad, por ende, no la dejaron seguir estudiando, le dijeron que debía pedir un cupo en el Colegio Bolivia. Llevó los papeles y durante una semana la valoraron la psicóloga, la trabajadora social y la terapeuta ocupacional con una profesora regular. Los niños de esa institución habían perdido años varias veces; por el contrario, Sara nunca había sido escolarizada por completo, entonces no se encontraba en igualdad de condiciones.

Después la enviaron a Centros Crecer para niños en condición de discapacidad cognitiva grave, pero el diagnóstico de Sarita no correspondía a este centro. “Toda esa semana lloramos con mi mamá porque no queríamos aceptar que Sarita era diferente a otros niños”. Lo cierto es que ese año no estudió porque no hubo cupo, y la situación fue muy difícil para todos: “En el tercer piso de la casa donde vivíamos había tres niñas, ella veía por la ventana que las niñas salían con el uniforme y se ponía a gritar ¡yo quiero etudiar! ¡yo quiero etudiar!”.

Ella no se puede dejar sola, pues además de su retardo mental moderado es una niña hiperactiva, que se aburre con las actividades que realiza y siempre pretende hacer más de lo que puede lograr. “Nosotros no sabíamos cómo educar a Sara; un día se echó un tarro de Bóxer encima y se le pegaron las piernas; nos tocó llevarla al hospital”. Sarita se ríe cuando escucha a María Angélica contar esta anécdota.

Nadie externo quería hacerse cargo de ella, en ninguna institución educativa la recibían. En su casa, tampoco Teresa se aguantaba a Sarita, prefería ser ella la que trabajaba para sostener su hogar; el hermano mayor, Jorge, se fue de la casa a vivir con su pareja, mientras que María Angélica buscaba a toda costa una mejora en el aprendizaje de Sarita. “Mi mami tiene 67 años, y ya no cuenta con la paciencia para tratarla, mis perritos también eran víctimas de Sarita”.

Al año siguiente la inscribieron en el Colegio Édgar Salamanca Africano, privado; la mensualidad era de $70.000 a $90.000; pese a su falta de recursos hicieron el esfuerzo porque la niña necesitaba estar escolarizada. Sin embargo, solo recibían quejas: “La profesora me dijo que ella no se sentía en capacidad de guiar a la niña en su proceso de aprendizaje; al rogarle, accedió”.

“El que quiere puede”

Según el pronóstico de la Fundación Liga contra la Epilepsia, Sarita nunca iba aprender a leer ni a razonar. “Yo les dije que no. El que quiere puede”; entonces junto con la docente se dedicaron a enseñarle, y ese año Sarita aprendió a leer y a escribir palabras cortas; estaba en primero.

Su aprendizaje fue bastante pausado, pese a que en la casa le hacían refuerzos; le costaba bastante pensar y ejecutar el proceso. “Pasado el tiempo, la situación fue empeorando, cada vez eran más recurrentes las quejas de que ‘Sarita no aprende, los niños le pegan a Sarita, es que los niños no juegan con ella, es que Sara no se integra con el grupo’”, cuenta su madre adoptiva.

Como la situación económica iba en picada, las tres se mudaron a la localidad de Kennedy, pero ya no podían con los gastos. “Si se pagaba el colegio no alcanzaba para el arriendo, los servicios y las onces”. Ante esta situación, acudió al Centro Administrativo de Educación Local (CADEL) donde le ofrecieron un cupo en el Colegio La Amistad; sin embargo, por no haber aprobado primero de primaria, no podía entrar a segundo, pero al tener ocho años ya no podía estar tampoco en primero. “Me tocó pasar un derecho de petición porque no había un cupo para Sara y la iban a meter a un curso que se llama Primeras Letras para niños de 10 años en adelante y de población vulnerable, que nunca han entrado a un colegio”.

María Angélica volvió a pasar otro derecho de petición y le dieron un cupo en el colegio Las Américas, pero allí la cosa fue aún más difícil: “La profesora desde el primer día que vio a Sara la cogió entre ojos”. Sarita era la más alta entre sus compañeritos, entonces la dejaba de últimas, y como la niña tiene problemas de visión no alcanzaba a leer lo que escribían en el tablero. Todos los días llegaban quejas a la casa; comía despacio, no ponía atención, les pegaba a los niños, no copiaba ni hacía los ejercicios y la única asignatura que le gustaba era educación física.

“La profesora solo la regañaba y le gritaba. Un día hicieron un paseo a Divercity, firmé la autorización, tocaba estar a las 6:30 de la mañana. Cuando llegué, me dijo que por qué había llevado a Sara si ni ella ni ningún profesor se iban a hacer cargo de la niña. Y no pudo ir al paseo”. Nuevamente pasé un derecho de petición para poder cambiar a la niña de curso porque estaba siendo discriminada. “Me glitaba y no me dejaba salil al descanso y me ponía al flente pala legañalme”, recuerda Sarita.

De una a otra institución siempre era lo mismo: estaba en “extraedad”, pero no tenía los conocimientos básicos para estar en un curso avanzado. Ingresó a Procesos Básicos, un curso especial para niños normales, pero que nunca han estado en una institución educativa y que se realiza para nivelar la escolarización según su edad. “Esa fue la peor decisión que pudimos haber tomado, en ese curso vio cosas muy sucias y la trataron muy mal”. Eran niños que validaban cursos, pero no padecían ningún trastorno. La niña llegaba todas las tardes con golpes en todo su cuerpo. Los niños se burlaban de ella todo el tiempo, se “dejaba robar de frente” y la profesora no hacía nada. El orientador le dijo a María Angélica que en ese curso estaban “masacrando” a Sara; además, la profesora explicaba muy rápido y como la niña no entendía se sentía frustrada.

La gota que rebosó el vaso fue un día que María Angélica entró al salón, durante el descanso, y vio que Sara estaba con dos niños, “uno de los cuales le pedía que hiciera una cosa sumamente sucia”. Al pedir explicaciones, la profesora le respondió que no podían estar todo el tiempo detrás de Sara.
Pasados unos días, la niña salió del colegio; nuevamente le hicieron un examen en la Universidad Nacional que dice:

“Sara presenta un Retardo Mental Leve: deterioro del comportamiento significativo que requiere atención y tratamiento, los niños con este diagnóstico tienden a tener un aprendizaje más lento que la mayoría de los niños, sin embargo, puede desarrollar por sí misma hábitos de autocuidado básicos”.

Ese año, cuando tenía diez, Sara no estudió más. “Nos pusimos a pensar en los gastos que implicaba tenerla en ese colegio, sabiendo que no aprendía. Sí, a los niños el Distrito les da refrigerio, pero quedan con hambre. Aparte, semanalmente teníamos que pagar $33.000 pesos en la Universidad Nacional por el costo de los exámenes”. Y riendo dice: “Yo tengo un corazón muy grande, pero el bolsillo muy chiquito”.

Actualmente, Sarita tiene 12 años; estudia en el colegio Las Américas y cursa primero C en un aula de educación especial, que viene siendo un primero y segundo de primaria. El problema es que en este curso “ella es sobrada, es la monitora, la mano derecha de la profesora” porque los otros niños padecen discapacidad cognitiva grave, pero su aprendizaje se estancó. En su curso hay unos 12 niños, que tienen parálisis cerebral o síndrome de Down, algunos medicados y “cuando uno entra al salón se da cuenta de que todos los niños son especiales, menos Sara”, afirma María Angélica, quien participó como líder comunitaria en el proyecto distrital que busca cerrar esta brecha en la educación especial.
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Por su parte, Rosalba se siente tranquila porque después de 35 años de haber tratado a Naty con medicina psiquiátrica para mantenerla estable, su hija hoy en día solo toma gotas homeopáticas. Contra todo pronóstico médico, habla, se viste sola, dice hijueputazos cada hora, grita, se ríe, juega y se hace moñas, ama a su tigre de peluche y su pijama de Paul Frank. En medio de todo es una niña especial con una vida normal.

Esa niña no solo es la luz de los ojos de Rosalba y Danilo; también es mi luz, mi esperanza, mi vida. Ella es mi hermana del alma.

Inclusión o exclusión escolar

Actualmente, de los 2.561 colegios distritales de la ciudad, solo 283 son aptos para manejar alumnos con discapacidad cognitiva, la de mayor incidencia, que representa un 67 % de la población total de niños en condición de discapacidad. La localidad de Bogotá que concentra el mayor número de casos es Rafael Uribe Uribe, donde predominan las familias que viven con un salario mínimo.

Según el último registro de la Caracterización Sociodemográfica de la Población con Discapacidad en Bogotá —que va de 2004 a mayo de 2015—, la población total de personas con discapacidad en Bogotá es de 227.450, de las cuales 17.727 son menores de 19 años. De esta población, 214.632 personas son de estratos bajos (de 1 a 3), lo que significa la casi totalidad. Entre los estratos 4 y 6 aparecen 11.846 personas y 972 no tienen estrato definido. Es como si este tipo de enfermedades se ensañara con los más pobres.

“Es imposible que una familia promedio de estrato 1 o 2 acceda a un colegio privado; entonces es aún más difícil ingresar a un colegio que preste educación especial, teniendo en cuenta que los costos mensuales están como mínimo en $1.200.000”, señala Roberto Carlos Ricaurte, director encargado de Kids Firts Foundation Bogotá, que trabaja bajo un contrato de aportes con el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) para la atención de niños en condición de discapacidad y abandono. Además, es miembro de las mesas de discusión de la Política de Inclusión de la Secretaría de Educación.

En cuanto a la realidad de la inclusión en los colegios distritales, Ricaurte reitera: “Yo no le puedo poner a un niño con discapacidad un currículo igual al de un niño regular, pero tampoco puedo pedir a un docente que tiene 30 o 40 niños que le elabore un currículo particular”. Agrega que tampoco hay suficientes profesionales en educación especial, y los que hay no están capacitados.

Según el psicólogo Andrés Ramírez Arango, con experiencia en inclusión educativa, “existen barreras sociales que impiden que esta población desarrolle todas sus capacidades, al no brindarles la oportunidad de incluirse en colegios o jardines infantiles regulares”.

Si bien la administración anterior hizo un esfuerzo por la inclusión educativa con calidad, porque entre los años 2012 y 2014 incrementó en $11.000 millones la inversión en este rubro, ampliando su cobertura a 13.160 estudiantes (4.000 más de los que habían antes de la Bogotá Humana), como dice Ricaurte, “lo verdaderamente importante es el aprendizaje de los niños; los niños sí asisten a las aulas regulares, pero en la práctica, la inclusión pasa a ser exclusión porque el sistema no funciona bien”.

*Este artículo fue publicado en la revista Directo Bogotá, de la Pontificia Universidad Javeriana.

Por Daniela Hernández Arenas*

 

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