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La paz y el territorio (I)

Una mirada desde el Tolima, la tierra donde nació el escritor y donde comenzó el conflicto.

William Ospina, ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR
20 de diciembre de 2015 - 02:00 a. m.

Pareciera que por primera vez en cincuenta años la dirigencia colombiana ha tomado la decisión de enfrentar uno de los grandes males de la nación, de superar políticamente por lo menos la maldición de una guerra que se fue convirtiendo para el país en una fuente múltiple de degradación social y moral.

Estoy seguro de que no lo hace porque le preocupe mucho la sociedad, a la que mantuvo siempre en la marginalidad, en la pobreza, en la falta de oportunidades durante décadas, sino tal vez porque ha advertido que de esta decisión dependía su propia supervivencia como casta.

En estos momentos es urgente que se abran camino los acuerdos de La Habana, que se firme el armisticio entre los ejércitos, que se denla desmovilización, la dejación de las armas, la reinserción y la implementación de los acuerdos a que han ido llegando las partes en la mesa de diálogo. Pero yo creo que lo que se abre camino con ello es una oportunidad mayor para la sociedad.

Durante demasiado tiempo la insurgencia ha sido el pretexto del establecimiento colombiano para cerrar el camino a toda crítica y a toda iniciativa social, con el argumento de que se está atentando contra las instituciones, y para demorar la modernización y la democratización del país. La precariedad de nuestra democracia nunca ha podido ser superada, porque sobre toda movilización, sobre todo ejercicio crítico ciudadano y sobre toda lucha social se han proyectado durante mucho tiempo las sombras de la suspicacia, la sospecha de la rebelión.

Colombia ha aplazado durante demasiado tiempo su proyecto democrático. Un sistema electoral podrido de clientelismo, un estado inmovilista que se reelige, una ciudadanía confinada en la pasividad, el acomodamiento, la indiferencia o el rebusque, y a menudo forzada a la ilegalidad, un centralismo ciego a la riqueza y a la diversidad del territorio, que dispone de los recursos contra todo equilibrio y contra toda racionalidad, una postración histórica de la agricultura, un colapso del proyecto industrial, un abandono del mercado interno, un sometimiento grotesco a los intereses del mercado mundial sin tratar de salvar ninguna originalidad, ninguna especificidad del territorio, un dar bandazos entre la economía extractiva y la economía mafiosa, al compás de los imperativos de las grandes multinacionales legales e ilegales, y en el fondo el omnipresente espectro de todas las violencias, todo eso revela la larga falta de una ciudadanía vigorosa, comprometida y democrática que haga valer sus derechos y que exija su lugar en el escenario de la historia.

Lo que tenemos ante nuestros ojos no es un desafío para lo que suele llamarse las fuerzas de oposición, es un desafío para toda la sociedad. Colombia está necesitando ciudadanos, empresarios, profesionales, trabajadores, científicos, técnicos, artistas, intelectuales, maestros, que se unan en un proyecto de reinvención del país, de relectura de su naturaleza, de definición de sus oportunidades, de reconstrucción de su memoria, de renovación de su tejido social. Colombia está necesitando descubrirse a sí misma como proyecto histórico, como diálogo nacional, como fuerza social y como interlocutor de la modernidad.

Es demasiado evidente que la dirigencia política es muy inferior en este momento a los desafíos que vive nuestra nación, a las exigencias que formula nuestro territorio y a las dinámicas que impone la realidad contemporánea. El mayor aporte, y acaso el único, que puede hacer hoy la dirigencia tradicional al país, es el de normalizar el ejercicio de la política y tratar con respeto la marejada de exigencias y de iniciativas que irremediablemente se va a desatar con el final de la guerra y con la desaparición en el horizonte del conflicto armado como límite de la vida social.

Lo que van a tener que comprender los que están adelantando los diálogos de paz es que con la destitución de la guerra como principal escenario de la política, todos los que han hecho de la violencia y de la exclusión su instrumento para eternizarse en el poder nacional y local, lo mismo los partidos tradicionales, las guerrillas, los paramilitares y el crimen organizado, van a tener que aceptar otra dinámica social, la irrupción de la comunidad como dueña de las iniciativas y como generadora de las políticas.

Lo que quiero afirmar ahora es que los colombianos vamos a vivir los acontecimientos inminentes con una gran libertad. Yo diría que lo que muere no es una guerra, es una época, una manera de entender el país y de manejarlo. Y por eso tal vez los resultados irán mucho más lejos de lo que se proponen los bandos en conflicto. Todos hemos ido viendo que una de las consecuencias no buscadas de este proceso de paz es que la sociedad ha ido perdiendo el miedo, un miedo que nos atenazó durante décadas, y ahora todo el mundo necesita decir su verdad y las comunidades se están empezando a asumir como dueñas de una dignidad que siempre se les negó.

Cuando el jefe guerrillero Pastor Alape acudió a Bojayá para pedir perdón a la comunidad por la espantosa masacre de hace unos años, tal vez lo más conmovedor fue la dignidad de la gente que lo escuchaba. Su silencio, su seriedad, su evidente dolor, la sensación profunda de que las comunidades en Colombia están aprendiendo que en ellas reposa la dignidad de la nación. No es algo que se vaya a lograr por decreto, no es algo que ya exista en todas partes, pero de la manera como vivamos este proceso de paz va a depender si se alza en este territorio una nueva Colombia o si las comunidades van a seguir siendo ninguneadas por los políticos, por los negociantes y por los guerreros. En esa medida, el primer deber de las comunidades es arrojar una mirada sobre el mundo en que viven y asumir la responsabilidad de ese mundo.

Yo suelo preguntarme qué es lo que falta en La Habana y creo que es lo que tenemos que preguntarnos todos los colombianos. ¿Podremos tener una respuesta desde el Tolima a esa pregunta? Yo estoy seguro de que sí. Por muchas razones. La primera, porque no hay que olvidar que esta guerra comenzó aquí. Esta guerra de medio siglo nació de la vieja violencia de los años cincuenta y del modo como un Estado que nunca supo hacer presencia en el territorio respondió con desmesura militar a los reclamos de unos campesinos ya maltratados por la guerra anterior.

No ignoramos que los territorios donde se inició el conflicto eran ya territorios de viejos conflictos indígenas, recuerdo de antiguas injusticias e intolerancias.

Si el Estado hubiera tenido a tiempo presencia en esos municipios del sur del Tolima, si el Estado hubiera representado en aquellos tiempos algo más que la soberbia de unos funcionarios ante la fragilidad de los colonos y de los campesinos, ante la indignación de los indios, otro gallo habría cantado.

Pero allá estaba el canapé republicano, en su altiplano, tronando contra las repúblicas independientes, y no le daba vergüenza llamar repúblicas independientes a unos campesinos que piden obras públicas, carreteras y puestos de salud. Lo asombroso, lo digo sin dudas, es que esos campesinos se hayan alzado hasta convertirse en un ejército de miles de hombres. La misma historia de Michael Kohlhaas, el rebelde alemán, que nos relató el poeta romántico Heinrich von Kleist, la historia de una indignación y de un resentimiento que, justificados al comienzo por la desmesura de las ofensas, crece sobre un territorio hasta convertirse en una furia criminal y un incendio implacable.

El Estado colombiano obró mal: los campesinos tolimenses y de la zona cafetera de los años cuarenta y de los años cincuenta habían sido muy cruelmente maltratados por el poder. Aquí había habido demasiado sufrimiento, demasiada crueldad, y también demasiada irresponsabilidad de los políticos, demasiada codicia de los dueños de la tierra, demasiado desprecio de los poderosos, demasiada insensibilidad de las instituciones, para que fuera justo responder a la rebelión con bombas y no con soluciones.

Yo viví la violencia de los años cincuenta, yo estaba en Padua, y en Fresno, y en el Líbano, cuando pasaban los chusmeros en la niebla con sus rifles y sus cananas. Yo sé que al comienzo no eran tan monstruosos como al final, porque no encontraron nunca comprensión, ni ayuda, ni corrección, sino poderes que le añadían horror al horror, que apagaban el fuego con gasolina.

Aquí, en el norte, hubo una Reforma Agraria en el siglo XIX. El gran historiador Hermes Tovar, tal vez el más importante que tiene hoy Colombia, y que es de aquí, de Cajamarca, nos ha enseñado en su importante libro Que nos tengan en cuenta que aquí hubo por un tiempo un Estado responsable en el siglo XIX; que aquí, inspirado todavía por ciertos raudales de la Colonia Ilustrada, que habían repartido tierras entre los antioqueños desde el siglo XVIII, el gobierno distribuyó predios entre los campesinos en toda la región del viejo Caldas, esas selvas que habían quedado abandonadas desde la Conquista, y que esa sana política alcanzó incluso una importante región de la cordillera en el norte del Tolima.

Yo soy beneficiario de esa vieja Reforma Agraria de finales del siglo XIX. Si he crecido con la conciencia de tener un lugar en el mundo, si crecí en el amor de unas montañas, de unos pueblos, en la veneración de las cenizas de unos bisabuelos, en el respeto por las costumbres de una comunidad y en los principios básicos de la civilización, es porque esas concesiones Aranzazu y Villegas y otras fueron repartidas entre colonos antioqueños que se volvieron caldenses y tolimenses, porque ese millón de hectáreas de tierras del Estado y de baldíos fueron entregados a los campesinos para ayudarles a vivir y para prevenir desórdenes sociales. Porque en algún lugar de la memoria tuvimos la certeza de tener una patria.

Es importante recordar que esos colonos no habían salido de Antioquia buscando sólo convertirse en agricultores: los arrastraba como a los viejos conquistadores la quimera del oro, y no exclusivamente del oro de las minas, sino del oro de las guacas, que revelaba la conciencia de que nuestro mundo moderno reposa sobre los misterios de un mundo antiguo. Llegaron buscando minas y buscando guacas, y a veces pagaban las tierras de los indios con el oro de los indios. Con oro de los indios pagó mi bisabuelo Benedicto las tierras de los indios.

Pero a todos esos colonos favorecidos por las tierras les ocurrió a fines del siglo XIX un milagro, que a través de ellos le ocurrió a Colombia entera. Les dio por sembrar una planta que se cultivaba en Santander y en las vegas de Cundinamarca, una planta venida de Abisinia, y descubrieron que las tierras de la cordillera central eran óptimas para ese cultivo. Cualquier enemigo de oficio de las reformas agrarias habría dicho que era una ociosidad repartirles tierras a los campesinos, que eso no era más que derrochar con holgazanes, pero de ese acto de generosidad oportuna y de política visionaria nació la zona cafetera, de esa experiencia generosa vivió Colombia por más de un siglo.

Qué elocuente ejemplo para demostrarles a los enemigos de las reformas sociales el poder político y el poder histórico que tienen a tiempo las soluciones generosas. Mientras los denunciadores de las repúblicas independientes, que exigían bombas y metralla contra la protesta campesina, y que siguen predicando lo mismo, llevaron a Colombia a un baño de sangre de proporciones bíblicas, una reforma agraria a tiempo no sólo produjo la economía más sólida del país, sino la más democráticamente repartida que hayamos tenido nunca.

 

*Lea en la edición de mañana la segunda parte de este ensayo.

 

Por William Ospina, ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR

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