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Sobre Colombia hay varias narrativas. Una es de un país exitoso, con políticas macroeconómicas estables, una larga historia de democracia y libre de renegociaciones de la deuda y populismo. Esta narrativa ve a Colombia como un jugador activo en el futuro de la economía mundial, crucial para el área de libre comercio con América del Norte y como parte de los Civets. Otra narrativa es aquella que pregunta cómo un país puede ser exitoso cuando ha vivido una guerra civil por 50 años, cuando el exalcalde de la ciudad capital y sus aliados se robaron gran parte del presupuesto municipal durante su administración, cuando un tercio del parlamento en 2002 fue elegido con la “asistencia” de grupos paramilitares y cuando el gobierno es incapaz o reacio a proveer bienes públicos básicos para la mayoría de sus ciudadanos. Por ejemplo, ¿cómo se puede tener libre comercio cuando no hay una carretera apropiada desde Buenaventura, uno de los puertos con mayor movimiento, hacia el resto del país?
Lo complejo es que estas dos Colombias son reales. Tanto la Colombia de políticas macroeconómicas estables y competentes como la Colombia del cartel de contratación y fraude electoral paramilitar. El problema de Colombia es que estos dos países han aprendido a vivir juntos, a complementarse y alimentarse el uno del otro. De otra forma, ¿cómo se puede entender que la firma de abogados de alta sociedad Brigard y Urrutia ayude, con una conciencia tranquila, a las élites colombianas a adquirir de forma ilegal en los Llanos Orientales grandes extensiones de tierra de los supuestos beneficiarios de la reforma agraria y de tierras?
La base fundamental de esta relación es que la mayoría de los colombianos han sido gobernados de forma indirecta desde Bogotá. El presidente conservador de finales del siglo XIX Miguel Antonio Caro sentó este precedente, pues nunca abandonó la sabana de Bogotá en toda su vida y el resto de Colombia era un misterio para él. Un misterio del cual nunca tuvo el menor interés. Caro ayudó a establecer este estilo de hacer política, que aún persiste en el país. Sin muchos cuestionamientos, si los políticos nacionales necesitan votos, los políticos en la periferia los entregan a cambio de contratos, trabajos y mermelada.
Hay muchas consecuencias de la forma como Colombia ha sido gobernada, y una de estas son las Farc. La falta de autoridad que este estilo de hacer política ha creado en la gran mayoría de Colombia también ha dado lugar a caos y anarquía. Desde Pablo Escobar, Salvatore Mancuso y la guerrilla. Usualmente estos síntomas pueden ser ‘controlados’. Por ejemplo, Escobar apareció como suplente en la lista del Partido Liberal; Mancuso, quien ahora está en prisión en Estados Unidos, fue invitado al Congreso, donde dio un famoso discurso. Pero aun cuando estos síntomas son domesticados, el caos y la anarquía han creado injusticias y espacios que han sido usados por los actores armados para movilizarse y atraer seguidores. Por esta razón, no es de sorprenderse que las Farc y el Eln hayan persistido por tanto tiempo.
Aunque las Farc (y el Eln) son los síntomas y no la causa real de los problemas de Colombia, esto no significa que no sea importante persuadirlos de dejar la lucha armada. Todo lo contrario. Desde que se alzaron en armas en 1964, sus acciones han hecho más difícil lidiar con los problemas reales; dieron una justificación a la formación de los grupos paramilitares, a sus actos de violencia y las viciosas campañas de contrainsurgencia, haciendo mucho más difícil que los colombianos identificaran el origen real de sus problemas. Esto significa que las actuales negociaciones en Cuba crean una gran oportunidad para que Colombia ponga a un lado uno de los impedimentos que enfrenta para resolver sus problemas fundamentales.
Entonces, una elección presidencial que gira en torno a la continuación o interrupción de las negociaciones con las Farc es un momento histórico para los colombianos, pues por primera vez hay un prospecto genuino de que se llegue a un acuerdo.
Pero si las Farc no son el problema real de Colombia, ¿hay alguna alternativa para estas negociaciones? La historia del gobierno de Uribe demuestra que la respuesta es NO. Durante los ocho años de intensa actividad militar hubo indudables golpes en contra de las Farc. Esta guerrilla se retiró de muchas áreas en donde previamente había dominado —aunque mucho de esto tiene que ver tanto con los grupos paramilitares como con el Ejército—. Muchos de los cabecillas fueron abatidos. En gran medida, la razón por la cual estas negociaciones están tomando lugar es por los éxitos militares del gobierno de Uribe y una reevaluación de las Farc sobre lo que pueden esperar al continuar con la lucha armada.
Pero es importante resaltar las lecciones de esta experiencia. Después de estos ocho años de combatir esta guerrilla, las Farc estaban lejos de ser derrotadas. Otros personajes han tomado el lugar de aquellos líderes que fueron abatidos y este grupo permanece organizado y fuerte. La razón de esto es obvia. Mientras que por un lado el gobierno de Uribe se concentró en el conflicto militar, por el otro se intensificó la forma de hacer “política tradicional” en Colombia. Por ejemplo, haciendo cualquier pacto que fuera necesario para cambiar la Constitución y diseñar la reelección presidencial.
En última instancia, la campaña de Uribe en contra de las Farc no fue y nunca pudo haber sido exitosa, porque sus fundamentos políticos se basan precisamente en esos factores que crearon las Farc —en primer lugar el gobierno indirecto de la periferia por el centro—. Se puede decir que lo que una mano tomaba, la otra lo volvía a poner. La mejor ilustración de esto son los consejos comunales que tenían lugar cada semana. Mientras que por un lado estos representaban un intento genuino de extender la presencia del Estado más allá de la sabana de Bogotá, por otro proveían una plataforma sin rival para la distribución de clientelismo.
Más que simplemente llegar a un acuerdo con las Farc, lo que esta experiencia sugiere es que esta negociación es una oportunidad crucial para lidiar con las razones fundamentales que no sólo crearon las Farc, sino otros de los tantos problemas de Colombia. Firmar un pacto de paz con las Farc va a ser algo positivo por muchas razones: porque va a llevar a sus combatientes a una vida normal, porque libra a las personas que viven en los sectores rurales del miedo y la tiranía y porque elimina la racionalidad de muchas de las formas extremistas de lucha en contra de las Farc.
Sin embargo, si se firma la paz con las Farc y se “declara victoria”, esto tendría tanto impacto como una de las muchas desmovilizaciones en la historia de Colombia; desde aquella de Guadalupe Salcedo en 1950, hasta el M-19 y el Epl (cuyos combatientes fueron reclutados por Fidel Castaño en las autodefensas). Firmar la paz sólo va a conducir a una Colombia diferente y a un cambio en las circunstancias que llevaron a la creación de las Farc, a Escobar y a Mancuso, si este proceso puede jugar un rol en cambiar la forma de hacer política en Colombia, en transformar la forma indirecta en que el centro gobierna y se relaciona con la periferia.
Es de destacar que los negociadores en La Habana entienden esta verdad fundamental. El primer pilar del acuerdo, el cual ya fue anunciado, contiene el plan para el desarrollo rural. El segundo punto afirma la necesidad de un cambio en el centro político hacia la abandonada periferia. En conjunto, estos puntos constituyen lo que el alto comisionado para la Paz, Sergio Jaramillo, llama “paz territorial”.
Lograr aquella paz va a ser difícil. Requiere un cambio fundamental en las relaciones de poder, no simplemente entre el centro y la periferia, sino entre los ciudadanos del centro y el resto de Colombia. Para que esto sea posible no es suficiente firmar un pacto en La Habana. El gobierno indirecto debe parar. Colombia necesita líderes políticos que puedan romper esa forma tradicional de hacer política. Esto no es algo fácil de hacer, debido a que este estilo actual está profundamente arraigado en la siquis y las estrategias de los políticos. Cambiar esta situación es arriesgado y requiere grandes hazañas e imaginación. Sin embargo, se puede lograr.
En un nivel práctico, es importante complementar este cambio construyendo instituciones democráticas más inclusivas en la periferia. Finalmente, las personas en este sector rural son quienes van a tener mayor interés en tener paz y seguridad, escuelas de alta calidad, servicios de salud, carreteras y todos los servicios públicos de los cuales carecen. La experiencia reciente en Brasil e India nos da ejemplos de modelos exitosos de cómo la sociedad civil puede ser ayudada a organizarse y demandar estas cosas.
También encontramos ejemplos en la historia de Colombia. Por ejemplo, la creación de la ANUC (Asociación Nacional de Usuarios Campesinos), en 1967, por parte del presidente Carlos Lleras, para impulsar la agenda de la reforma rural, fue una gran ruptura en la política tradicional. No era el fracaso de ANUC lo que resultaba problemático, sino su éxito. Cuando el presidente conservador Misael Pastrana llegó al poder, en 1970, se horrorizó con el empoderamiento de la sociedad rural en Colombia que la ANUC representaba y por esto impuso el poder del Estado para aplastar el movimiento. El trabajo que él no terminó, la subsecuente violencia paramilitar lo hizo.
Intentos posteriores para empoderar a la sociedad civil y promover la paz y el desarrollo, como el Plan Nacional de Rehabilitación (PNR) o el Plan Nacional de Consolidación (PNC), fallaron porque, o fueron capturados por los políticos tradicionales, o no tenían el capital político para ser implementados, pues representaban una amenaza potencial a la forma indirecta de gobernar.
Estas experiencias sugieren que después de romper esta forma indirecta de gobernar, las élites políticas colombianas necesitan poner mucha atención al diseño de las instituciones para empoderar la sociedad rural. Finalmente, si este empoderamiento es exitoso, van a tener que mantener la calma. El empoderamiento de la Colombia rural va a ser algo nuevo y asustador para ellos, pero es lo que se necesita que suceda si quieren ser parte de una Colombia moderna.
*Profesor de gobierno de la Universidad de Harvard, autor con Daron Acemoglu del libro ‘¿Por qué fracasan los países?’ (Deusto, 2012).