Juan Manuel Santos, personaje del año, por Héctor Abad

Su gran obra, la paz, en cuatro actos y un epílogo.

Héctor Abad Faciolince
11 de diciembre de 2016 - 02:30 a. m.
 Plano general del salón de ceremonias del Ayuntamiento de Oslo, donde unas 500 personas participaron ayer, desde las 7 a. m., hora de Colombia, de la ceremonia del Premio Nobel de Paz 2016.   / AFP
Plano general del salón de ceremonias del Ayuntamiento de Oslo, donde unas 500 personas participaron ayer, desde las 7 a. m., hora de Colombia, de la ceremonia del Premio Nobel de Paz 2016. / AFP
Foto: EFE - Mauricio Dueñas Castañeda

Son apenas las cuatro de la tarde, pero la noche ya ha caído sobre Noruega. El 10 de diciembre al mediodía, aquí en Oslo, por segunda vez un colombiano recibió un premio Nobel. De ahora en adelante “el nobel colombiano” no será el apelativo inequívoco con que la gente se solía referir a un gran escritor. Ahora ese título lo va a compartir García Márquez con un hombre de estado, con un político valiente y audaz, Juan Manuel Santos, que supo ponerle punto final al conflicto más largo y despiadado de nuestro país: el que a muchos nos dejó sin hijos, sin padres, sin esposas o hermanos durante medio siglo.

Cuando Gabriel García Márquez recibió el primero, de Literatura, en Estocolmo, el 8 de diciembre de 1982, terminó su discurso con uno de esos conjuros que solamente se cumplen si se usan las palabras precisas. Si al final de Cien años de soledad, las estirpes colombianas habían sido condenadas a no tener una segunda oportunidad sobre la tierra, el alquimista de Aracataca nos invitó en su discurso a revivir la esperanza con algo que nos daría una segunda oportunidad. La invitación consistía en renunciar a la violencia y en tener la audacia de ensayar la más valiente de todas las cobardías: la paz. Una paz definida por él con gran belleza como “una utopía arrasadora de la vida, donde nadie pueda decidir por otros la forma de morir”.

Tuvieron que pasar 34 años más para que ese conjuro del inventor de fábulas pasara de la ilusión (tal vez) a la realidad. Lo más curioso es que esto lo ha logrado un hombre sin grandes atributos aparentes. Un buen economista que parecía más preparado para manejar un banco que un país. Su mayor virtud, quizá, es una cordial serenidad, una flema y una calma tan grandes que le permitieron hacer tanto la guerra como la paz con absoluta precisión y frialdad. El nobel de la Paz no era exactamente un pacifista. Que haya sido un hombre de guerra lo demuestra hasta el hecho de que es el único de todos los presidentes vivos de Colombia que ha prestado servicio militar. Y no solo eso. Santos dio la orden de matar a Raúl Reyes, al Mono Jojoy y a Alfonso Cano; Santos tenía el gatillo listo para responder a la menor agresión que vivía amenazando Chávez; Santos no dudó en lanzar miles de bombas incendiarias en cientos de campamentos de las Farc. Pero esa misma persona, o el enigma que es, recibe el Premio Nobel porque tuvo la audacia y la valentía de ensayar esa utopía planteada por García Márquez, a pesar de la oposición más feroz, falaz y despiadada de quienes fueron sus aliados, los mismos que siguen pensando que lo único que se merece la vieja guerrilla marxista es una humillación total o una guerra sin fin.

El premio es merecido porque nadie como él había hecho en Colombia un intento tan serio, tan pragmático y responsable por cambiar la muerte, la violencia, los secuestros, los atentados, los falsos positivos, los desaparecidos, los desplazados, las minas antipersonas, las motosierras y los cilindros bombas, por las palabras. Por la política entendida como un combate civilizado, con reglas que prohíben el uso de la violencia para cambiar los gobiernos.

Aunque suene extraño, no es raro ni es la primera vez que un hombre que haya hecho la guerra reciba el más importante premio de la paz. Está en la tradición de este Premio Nobel que no solo lo reciban pacifistas o no-violentos convencidos, sino, sobre todo, antiguos combatientes, o decididos hombres de guerra que por distintos motivos resuelven sustituir las hostilidades bélicas por esa guerra, quizá no menos sucia, pero seguramente mucho menos sangrienta, que es el debate político democrático.

Para explicar por qué el actual presidente de Colombia, con todas sus contradicciones, que las tiene, se merece este galardón, creo que no es inútil mirar los años de su gobierno, concentrando la atención en sus acciones de guerra y de paz, y dejando de momento por fuera todo lo demás. No se hace aquí un balance total de su gobierno, sino de su bandera más importante, la que probablemente lo llevará a la historia, su programa de paz.

Si la política es, de alguna manera, también una gran representación, una narrativa pública, una obra de teatro que se ejecuta en la realidad, voy a intentar describir las acciones políticas de Juan Manuel Santos como una obra que puede dividirse en grandes momentos, o escenas, que poco a poco nos explican el resultado que hoy celebramos muchos colombianos. Que otros no celebren este premio, y antes bien, que lo vean como una derrota personal, o como una claudicación inaceptable, y como el posible prólogo de más combates sangrientos (y ojalá se equivoquen), podrá entenderse también a lo largo de esta descripción.

I ACTO

En el primer acto, es decir, en el primer año del mandato de Juan Manuel Santos, hubo tres golpes de escena muy importantes: el primero consistió en descubrir que el presidente recién elegido no sería un títere de su predecesor. Quienes no votamos por él llegamos a pensar que Santos sería para Álvaro Uribe lo que Medvédev había sido para Vladimir Putin: una figura de adorno que le mantendría el puesto caliente para cuando el caudillo quisiera regresar.

Que esto no sería así se vio rápidamente, en el 2010, y se debió a la sutil diplomacia de una mujer. La canciller María Ángela Holguín, antes embajadora en Venezuela, consiguió lo imposible: que Santos –el oligarca santafereño– y Chávez –el llanero populista– dejaran de ser los peores enemigos de Suramérica, y que el comandante del vecino país (que parecía un roble todavía) se convirtiera en el “nuevo mejor amigo” del presidente primíparo.

Para compensar este gesto hacia la izquierda, y para que sus detractores supieran que el ex ministro de Defensa no había dejado de ser un guerrero, Santos ordenó, casi al mismo tiempo, que bombardearan el campamento del Mono Jojoy. El más sanguinario de los jefes guerrilleros, el carcelero indirecto de Clara Rojas e Íngrid Betancourt, no se murió del coma diabético que le estaba destinado, sino por las esquirlas de una bomba inteligente guiada por las señales de su celular.

Ese primer acto de su gobierno, que se prolongaría por unos dos años, dejó tan perplejos a los aliados electorales de Santos como a quienes habíamos sido sus detractores. Los primeros lo llamaron mentiroso, desleal y traidor; los críticos pensamos que esa aparente deslealtad, parecía más bien una vuelta a la sensatez, como cuando un loco recobra la razón. La obra de teatro, de repente, empezó a parecerse a una comedia de equivocaciones en la cual se descubría que algunos personajes habían estado disfrazados de mujer (siendo hombres), de pobres (siendo ricos), de locos (siendo cuerdos) y de guerreros (siendo hombres de paz). Lo que para unos fue desengaño, para otros fue sorpresa e ilusión.

II ACTO

El segundo acto de la obra del presidente Santos por la paz, ocurrió tras bambalinas. En un extraño milagro de discreción, y mientras en el país se discutía del fenómeno de El Niño (o de La Niña, para el caso da igual inundaciones que sequía), un pequeño grupo de iniciados hacía acercamientos con la guerrilla de las Farc para convencerlos de que entraran en un proceso de paz. Misteriosamente, quizá en el país más chismoso e indiscreto de la tierra, nadie supo nada. Como si fueran agentes secretos, entre quienes estaban el hermano mayor del presidente, Enrique, Frank Pearl y Sergio Jaramillo, viajaban en silencio sin que nadie supiera adónde ni a qué.

Primero en remotos campamentos cerca de la frontera con Venezuela, con Ecuador, y luego en La Habana había reuniones secretas, pero no clandestinas pues habían sido debidamente autorizadas por el presidente. Ni siquiera el embajador de Colombia en Cuba, Gustavo Bell, estaba al tanto de esas conversaciones que, si se hubieran filtrado, habrían sido saboteadas de inmediato por quienes siempre se han alimentado de la guerra sin cuartel. O por los que afirman que absolutamente nadie, salvo ellos mismos, pueden dialogar con terroristas

Aunque esto se vino a saber mucho después, esas conversaciones secretas estuvieron a punto de romperse cuando el presidente Santos no desautorizó el operativo militar que terminó con la muerte de Alfonso Cano, quizá el líder guerrillero mejor formado y que menos resistencias tenía al proceso de paz. Por viejas experiencias amargas, Santos sabía ya que no era solo la mano tendida la que inclinaría la balanza de la guerrilla hacia el diálogo.

Hubo otras paradojas en este segundo acto tras bambalinas: nada mejor para un diálogo secreto que un país sin libertad de prensa y de expresión. En un estado policial como el cubano, en apariencia el territorio ideal para la guerrilla de las Farc, la noticia de esos acercamientos no se filtró. Apenas uno o dos días antes del anuncio oficial de las conversaciones, el uribista Pacho Santos, primo hermano doble del presidente, supo la noticia y conoció el documento que se iba a presentar al país. Afortunadamente, y pese a la alharaca de que el presidente negociaba con el terrorismo “de espaldas al país”, ya era muy tarde para desbaratar un plan que el mismo Chávez había ayudado a impulsar porque creía que en Colombia, como en el resto de América Latina, el movimiento bolivariano se impondría más fácil por la vía electoral que por la lucha armada.

III ACTO

El tercer acto del gobierno de Juan Manuel Santos es el más largo. A veces fue tan largo y lento que daba la impresión de que la obra no avanzaba. Aunque el tema fundamental de la obra seguía siendo la paz, los espectadores (los ciudadanos) nos llegamos a aburrir. Bostezábamos; nos daba la impresión de que eso nunca se iba a acabar. Sin embargo, ese tercer acto, tan tedioso y duro que muchas veces estuvo a punto de reventar, fue el más importante. Negociadores muy capaces, con una capacidad de sacrificio casi monacal, entre quienes estaban un poeta fallido, un filósofo sin doctrina, un general de tropa, un policía decente, y hasta tenderos e industriales, consiguieron sacar a los negociadores de las Farc de sus obsesiones ideológicas, de sus dogmatismos trasnochados, de su furor antiguo por viejas humillaciones, violencias e injusticias estatales que el mismo presidente Santos aceptó y acepta con ánimo de remordimiento y reconciliación.

Pero, repito, ese capítulo de la obra fue tan largo, y tan secreto, y, visto desde lejos, tan aparentemente inútil y condenado al fracaso, que los colombianos nos volvimos escépticos y distantes. Lo único bueno era que internamente el conflicto, incluso sin firmar la paz, disminuía mes a mes a mínimos históricos. Nos fuimos acostumbrando a que no hubiera combates, secuestros, tomas de pueblos ni voladuras de torres de electricidad. Hasta cambiamos de tema y mientras tanto nos apasionamos por otros asuntos. Chávez se enfermó de una gripa que después era un ganglio que resultó ser cáncer. Lo reeligieron moribundo, así él jurara que estaba en perfecta salud.

Por la misma época Santos volvió a ganar las elecciones con la promesa de terminar lo que ya estaba empezado en Cuba. Su triunfo fue muy importante, porque ya su predecesor no podría afirmar que era un presidente ilegítimo, pues su triunfo se debía a su apoyo y su estilo de gobierno pacifista a su traición. No: en el segundo mandato no gana el candidato de Uribe, sino su más claro adversario, su antiguo aliado, ya un Juan Manuel Santos sin disfraz. Ya sin la máscara de uribista, apoyado por buenos resultados económicos y sociales, y por un electorado que prefiere soñar con un país en paz.

Lo curioso es que este triunfo ocurre sin que el presidente sea muy popular. Si en su primer mandato la derecha había votado por él a regañadientes, en su segundo mandato es la izquierda la que vota por él, así con desgana, y con tal de que no vuelvan los guerreristas al poder. La primera vez Santos gana para que siga la guerra, pero escoge la paz; la segunda vez gana para que siga la paz.

IV ACTO

El clímax del gobierno de Santos llega en el cuarto acto, como debe ser en toda obra que se respete. Este se desarrolla en tres escenas muy rápidas. Si los diálogos para alcanzar el primer acuerdo de paz fueron un acto largo y tedioso, las nuevas escenas tienen un ritmo frenético que casi no nos deja ni respirar. Se firma la paz en La Habana y Cartagena, con bombos y platillos, con ilustres invitados de todos los países (Colombia era la única buena noticia del mundo). Cuando todo parece listo y perfecto, cuando ya el mundo entero va a empezar a aplaudir, por un exiguo margen, Santos pierde el plebiscito por la paz.

La sorpresa es tan grande que hasta los ganadores quedan atónitos y no saben qué hacer con el triunfo. Como tenían preparado un discurso para acusar al gobierno de fraude y desconocer el resultado, cuando el resultado los favorece ni siquiera saben qué decir. Los del Sí quedamos incluso peor: mudos y hundidos en el desconcierto y en la depresión. El único que no se inmuta es el actor principal, el protagonista del drama, que, en vez de llorar y renunciar, sale y dice que acepta el veredicto del pueblo y que los negociadores de paz deben sentarse cuanto antes a renegociar el acuerdo siguiendo algunas de las recomendaciones del No. Quizá esa serena firmeza ante la derrota más grave es la que convierte a Santos en lo que nadie pensaba que pudiera ser: un gran hombre de estado.

Esa serenidad y esa sangre fría, la obstinación en lograr el mismo objetivo que se había propuesto, sin claudicar en su anhelo, es premiada menos de una semana después con la proclamación de Santos como Premio Nobel de la Paz. Sin este oportuno, pero inesperado espaldarazo de Noruega, otro golpe de escena en esta larga obra, sería muy dudoso que el presidente hubiera tenido el capital político para seguir dando órdenes y trazando el camino de lo que se debía hacer. Sin esa ayuda extranjera es dudoso que el presidente, pese a la entereza demostrada, hubiera tenido la fuerza para poder imponer su voluntad.

Sus indicaciones consistieron, sencillamente, en modificar lo más pronto posible los puntos del acuerdo que la mayoría de los electores no había aceptado. Buena parte de lo que objetaban Pastrana, las iglesias cristianas, Uribe y su partido, algunos militares, es revisado entre los equipos negociadores del gobierno y la guerrilla.

Otro acontecimiento externo, e inesperado, favorece los propósitos de Santos. Si la muerte de Chávez había servido para que las Farc no se hicieran muchas ilusiones sobre el futuro de su proyecto bolivariano (y moderaran sus aspiraciones en el primer acuerdo), el triunfo del ultraderechista Trump les hace entender que el 2016 es un extraño año electoral y que más vale firmar las modificaciones cuando todavía un presidente como Obama, que ve con buenos ojos el proceso, está en el poder en Estados Unidos. Si gracias al apoyo de Obama Santos pudo negociar con toda la paciencia necesaria, gracias al triunfo de Trump logró terminar el segundo acuerdo con toda la prisa que requería el nuevo momento político del país. El inesperado triunfo del No desconcertó a todo el mundo menos al que sabía exactamente lo que quería. El equilibrio alcanzado con la firma del primer acuerdo podía desbaratarse y convertirse en un caos de la noche a la mañana. Si Santos no hubiera mantenido el norte, es posible que el país lo hubiera perdido también.

No era fácil para las Farc mantener la unidad y el dominio de sus frentes después de la situación de incertidumbre que generó el triunfo del No; y lo lógico era que el gobierno se desmoronara en el momento en que su mayor promesa histórica había sido rechazada. La audacia de Santos consistió en cambiar el acuerdo y volver a firmarlo con una rapidez de prestidigitador. Con la nueva firma, que acoge en parte de los reparos del No (así sus partidarios, obviamente, no lo puedan admitir), se llega al clímax del cuarto y último acto del gobierno Santos, cuya apoteosis más simbólica a nivel mundial llega con la entrega del Premio Nobel de la Paz. Este diez de diciembre, en la agonía de este largo año bisiesto del 2016, en la ceremonia en Oslo, Juan Manuel Santos alcanzó el punto más alto de su vida. Cuando este periódico se publique, ustedes ya lo habrán visto.

Pero ojo, por mucho que estemos en el último acto de la obra, la presidencia no ha terminado y queda más de un largo año para escribir el epílogo. Al 7 de agosto del 2018 no se llega con el solo impulso o por la inercia de la paz. El presidente Santos necesita ahora, por cansado que esté, un último esfuerzo para hacer algo más. ¿Qué?

EPÍLOGO

Hay un fenómeno psicológico muy estudiado que tiene que ver con la importancia del final. De nada sirve escribir una buena novela si los últimos capítulos son una porquería. El público puede asistir extasiado al concierto de un gran solista de violín, o de un cantante, pero si estos desafinan gravemente en el último movimiento, todo el mundo dirá que fue un pésimo concierto. Es normal que todo se tiña con el color o el sabor del último episodio.

¿Qué podría hacer Santos para rematar bien? Tal vez no creer que por haber llegado hasta aquí, ya terminó. No encerrarse en la soledad del poder o en la satisfacción de un indudable triunfo internacional que nacionalmente tiene todavía enemigos muy poderosos. Hay que consolidar en el país lo que afuera nos creen. El hombre sin carisma, el mal orador, el jugador juicioso y calculador que no produce ni frío ni calor, debe oír sus canas, oír a sus mejores amigos y tratar de ser incluso más audaz y generoso en el final.

La gran ventaja de ciertos logros indudables es que ya no deben afectarlo el rencor ni el odio de los detractores: el presidente podrá dedicarse a lo mismo que es la esencia de la paz, sin mirar a los lados: a proteger de verdad y con convicción las vidas de todos, de los activistas sociales hoy perseguidos y asesinados en regiones apartadas, de las minorías étnicas o sociales que luchan por condiciones de vida más justas, de pequeños y grandes empresarios chantajeados por políticos corruptos o por tenebrosas bandas criminales. Tampoco podrá olvidar otras importantes promesas de su gobierno: disminuir la pobreza extrema, mejorar el nivel educativo, mantener el nivel de empleo, no favorecer a grandes contratistas y no sacrificar el ambiente por los intereses de la gran minería. Ahí hay y habrá siempre pendientes.

Cuando llegue la despedida final Santos tendrá, eso sí, una gran ventaja: sabrá a quién no debe imitar. Por eso, seguramente, no va a querer imponer un sucesor, y eso está bien. Dejará que los colombianos escojan el próximo presidente, bien o mal. Y salga quien salga elegido en el 2018, se dedicará a la academia, a explicar cómo armó el teorema de la paz. No será un estorbo, ni un envidioso, con el presidente que lo suceda. Lo dejará gobernar en paz. Sobre todo en paz. En esa paz que él pudo construir, contra todo pronóstico y contra los más duros enemigos en ambos extremos. Ya se verá si los colombianos sabremos recoger ese legado pacífico que nos deja, o si elegimos volver al pasado cíclico de esa violencia que, en Colombia, ha sido siempre la peor tentación.

*Autor del libro “El olvido que seremos”, donde cuenta la historia de vida de su padre, el médico y líder de derechos humanos Héctor Abad Gómez, asesinado a manos de paramilitares el 25 de agosto de 1987.

Por Héctor Abad Faciolince

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