Murales callejeros que provocan enojo

Uno de los murales referentes a los falsos positivos que fueron borrados por miembros del Ejército es una de varias manifestaciones artísticas que por estos días pueden verse replicadas en los espacios públicos.

Luisa Naranjo/Razón Pública
13 de noviembre de 2019 - 01:10 a. m.
El mural con los oficiales involucrados en falsos positivos estaba cerca a la calle 80 con avenida Suba.  / Archivo particular
El mural con los oficiales involucrados en falsos positivos estaba cerca a la calle 80 con avenida Suba. / Archivo particular

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El 19 de octubre se difundieron por redes sociales las fotos y videos del momento en el que miembros del Ejército borraban el mural. No era una obra cualquiera: en la pintura aparecían los rostros reconocibles de los altos mandos militares implicados en los crímenes de Estado que dejaron más de 5.763 jóvenes muertos, todos nacidos en el seno de familias pobres y que fueron presentados como guerrilleros. Encima de los rostros de los generales estaba su nombre y el número de víctimas atribuidas.

Esta manifestación artística ha conmocionado a la opinión pública y ha revivido la discusión sobre el papel del artista político. La acción del grupo “Puro Veneno” logró su cometido: “Envenenar” y encolerizar a los implicados. Quizás aquí no se trate de establecer si hubo o no censura. El mural no estaba pensado como una pintura en un muro para apreciar el virtuosismo de los creadores. Pretendía llamar la atención. Y aunque lo esperado era que permaneciera por un largo tiempo, causó tanta incomodidad y disgusto que no pudo ser acabado.

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Del grafiti subversivo al mural decorativo

Este acontecimiento sirve para detenernos sobre la potencialidad del arte público. Los grafitis en el sentido convencional y originario son escasos en Bogotá, pues han sido reemplazados por los murales, que son aceptados fácilmente porque son concebidos como algo inofensivo, artístico y decorativo.

Los grafitis siempre fueron un gesto ilícito, clandestino, riesgoso y anónimo. Eran la mano invisible, el medio para expresar aquello que no se podía decir abiertamente. En cambio los murales son elaborados a la vista de los transeúntes y son parte del paisaje cotidiano. El mural envuelve el significado de lo artístico como algo digno de contemplación y algo que debe conservarse.

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Los murales se han vuelto parte de la cultura no solo como un elemento decorativo, sino como testimonio histórico y como bien de uso turístico. Por esta razón están blindados contra la censura y, como sucede en Bogotá con los grafitis de la calle 26 y con otros que forman parte de un tour de grafitis, su permanencia está garantizada.

Del grafiti subversivo se ha pasado al mural decorativo en corto tiempo. Aparentemente ya no quedaba espacio para una expresión callejera que retomara el sentido del grafiti político, que tiene una larga tradición en la que se cuentan el caricaturista Ricardo Rendón, los grafiteros anónimos que acompañaron la lucha sindical y el surgimiento de los grupos insurgentes en los 60, las serigrafías del Taller 4 Rojo, las pinturas de Clemencia Lucena y los afiches y pasquines del grupo artístico del MOIR (Movimiento Obrero Independiente Revolucionario) y de los partidos Comunista y Socialista.

Otros casos

Así como el mural de “Puro Veneno”, las calles de Bogotá fueron también escenario de la denuncia pública de Raúl Carvajal, padre de un soldado asesinado, presentado como falso positivo. Desde Montería, el señor Carvajal trajo hasta la Plaza de Bolívar el cadáver exhumado de su hijo para exigir una investigación que permitiera aclarar su muerte.

En la carrera 7ª con avenida Jiménez instaló su camión y lo forró con carteles que contaban la dramática historia de una muerte anunciada, pues su hijo le comentó en una llamada telefónica que los militares al mando lo estaban presionando para realizar ejecuciones extrajudiciales. Días después su padre supo que su hijo había muerto en combate. Sin embargo, la necropsia arrojó resultados que parecen indicar que fue asesinado por negarse a participar en tales ejecuciones.

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Aunque en el caso de Carvajal no hay paredes pintadas, es difícil que alguien se tope con el camión y pase de largo. Es imposible no detenerse y sentirse interpelado por esta denuncia y búsqueda de verdad y justicia. Carvajal se vale del tipo de carteleras que hacían los escolares como su propio mural itinerante. Tiene su propia estética y resulta tan potente como el mural de “Puro Veneno”.

En los últimos meses estos no ha sido los únicos murales que han logrado su cometido. El otro caso ocurrido recientemente fue el realizado por Lucas Ospina (Luisa Poncas) y Paola Gaviria (Power Paola). Estaría ubicado en la sala de exposiciones del Centro Colombo Americano y sería parte de una de las curadurías del 45° Salón Nacional de Artistas, que lleva por título “Arquitecturas narrativas”.

El curador propuso a los artistas dibujar en uno de los muros exteriores del Colombo. Sin embargo, las directivas de la institución ordenaron borrar antes de que terminaran su ejecución. Como ocurrió con el mural del colectivo “Puro Veneno”, comenzaron borrando a los personajes reconocibles, que son figuras políticas controversiales: Álvaro Uribe, Enrique Peñalosa y Trump, que desaparecieron en segundos. Era una reacción predecible si se tiene en cuenta que el Colombo representa a Estados Unidos.

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Todos estos murales han tenido la intención de levantar polvareda, de provocar el debate y así sucedió. El escándalo y la irreverencia han sido una estrategia común desde las vanguardias artísticas del siglo XX. La naturaleza del arte público está en desaparecer y quedar en el anonimato como le sucede a cualquier artista callejero.

Al final, lo importante no es si hubo censura o no, sino cómo los murales dejaron en evidencia el temor de los retratados y la ideología de las instituciones involucradas. Los murales cumplieron su objetivo, pusieron al descubierto la incomodidad y la posición de las instituciones que estaban intentando retratar.

* Artista y filósofa de la Universidad de los Andes, y analista de Razón Pública.

Por Luisa Naranjo/Razón Pública

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