Posconflicto y Fuerza Pública

La reducción de las Fuerzas Armadas ante un eventual acuerdo de paz con las Farc es un asunto casi obligatorio para abordar, pero genera enconadas resistencias.

Francisco Leal Buitrago
22 de enero de 2015 - 01:34 a. m.
Colombia tiene, en número, las segundas Fuerzas Armadas de la región después de Brasil. Al finalizar 2010, sumaban 426.014 efectivos: 267.629 de las Fuerzas Militares y 158.385 de la Policía Nacional. / EFE
Colombia tiene, en número, las segundas Fuerzas Armadas de la región después de Brasil. Al finalizar 2010, sumaban 426.014 efectivos: 267.629 de las Fuerzas Militares y 158.385 de la Policía Nacional. / EFE
Foto: EFE - Mauricio Dueñas

La época conocida como la Violencia, desde mediados de los años 40 hasta mediados de los 60 del siglo pasado, en la que se enfrentaron los dos partidos tradicionales —el Liberal y el Conservador—, involucró también a militares y policías. Esta época trajo consigo, en forma caótica, el comienzo de la modernización capitalista de la sociedad. Los rezagos de la Violencia, unidos a los efectos de la emergente Guerra Fría, propiciaron el surgimiento de la subversión guerrillera —identificada como “el enemigo interno”—, con la que se enfrentaron los militares.

Sucesivas omisiones y deficiencias en las decisiones políticas de varios gobiernos —incluida la ausencia de políticas sociales para disminuir las desigualdades— llevaron a los militares a confrontar a las guerrillas de manera poco eficiente, lo que permitió su fortalecimiento. Esta situación indujo a que el tradicional latifundismo conformara, con apoyo de sectores castrenses, grupos de paramilitares para ayudar a enfrentar a la subversión. El paramilitarismo ganó independencia mediante el respaldo de políticos regionales y la expansión del narcotráfico —estimulado por condiciones favorables en la sociedad—, lo que llevó a una mayor degradación tanto de paramilitares como de guerrillas.

La falta de experiencia de los gobiernos en el manejo de los procesos de paz —iniciados en 1982— llevó a que, con contadas excepciones, no tuvieran éxito, con lo cual no sólo se fortaleció la subversión, sino que la Fuerza Pública quedó atrapada entre decisiones políticas equivocadas y el auge guerrillero. Un mayor involucramiento de Estados Unidos en la política colombiana fue el corolario de esta crítica situación, motivada por la errada política prohibicionista de ese país contra las drogas. El Plan Colombia fue su principal consecuencia, con efectos ambivalentes durante su diseño, aprobación y ejecución. Por una parte, trajo una positiva reforma militar más adecuada para la guerra irregular. Pero, por otra, indujo más decisiones políticas internas condicionadas por Estados Unidos.

Este proceso desembocó en el prolongado gobierno del presidente Uribe, el cual —sobre la base de acciones criminales de guerrillas degradadas— desconoció el conflicto armado interno al calificarlo como amenaza terrorista, indujo un odio visceral contra las Farc por parte de la opinión pública y planteó la necesidad de su exterminio. Así, las percepciones de la opinión pública quedaron condicionadas a una malsana polarización política inclinada a favor del presidente, máxime cuando la promesa oficial de aniquilar a las Farc no se cumplió, aunque sí redujo de manera significativa su capacidad militar, lo que sirvió para promover la reelección.

Si bien la aprobación de la segunda reelección presidencial fue declarada inexequible por la Corte Constitucional, los ocho años de gobierno de Uribe y su intento de introducir el caudillismo en Colombia, además de lograr mayorías a su favor, cautivaron también a los militares. Esta situación indujo al actual gobierno del presidente Santos a gobernar condicionado por la sombra del neocaudillo (ahora senador), en medio de un peligroso juego soterrado de sectores castrenses que apoyan la agresiva política contra el proceso de paz por parte de Uribe y su partido, el Centro Democrático.

Esta síntesis de acontecimientos ocurridos en las últimas siete décadas permite mostrar efectos ideológicos cuasi estructurales que se desarrollaron progresivamente en la mentalidad militar. Entre ellos sobresale la percepción de relacionar casi cualquier situación relativa a la vida militar a través de una lente amigo-enemigo, creando así un enemigo virtual permanente. Por eso existe una visión polarizada que percibe dos bandos antagónicos: uno, el de los demás, y otro, el propio. Esta polarización induce a actuar como si se estuviera en un ambiente bélico, al expresarse con el término de “guerra”.

De esta manera, existe una “guerra política”, percibida en decisiones de políticas públicas. En ellas se escudriña —de manera prevenida— para descubrir si incorpora elementos cuyo objetivo sería afectar a las instituciones castrenses. Por su naturaleza, toda decisión política no es neutra y por consiguiente tiene efectos diferenciales en la sociedad. Pero de ahí a ver una distorsión en contra de la institución hay una notoria diferencia. Se afirma también que existe una “guerra jurídica”, pues hay una tendencia a interpretar decisiones judiciales en perjuicio del estamento militar.

Además se percibe una “guerra mediática”, que es más fácil de detectar en campos como el de opinión, ya que allí predominan ideologías y posiciones críticas que son calificadas con frecuencia como “de izquierda”. Entre las opiniones de militares —y en la de sus intelectuales orgánicos, civiles y militares— aparece también la “guerra no armada”, que tiene como común denominador un escenario mental bélico, no sólo en ambientes privados y profesionales, sino también en escenarios públicos.

Pero el problema va más allá, que es lo que permite definirlo como una situación cuasi estructural, es decir, con tendencia a permanecer en el tiempo, lo que hace difícil que pueda modificarse como preludio necesario, aunque no suficiente, para tener un ambiente propicio para la finalización del conflicto armado. Por eso es indispensable trabajar de manera colectiva en esta dirección, si queremos tener un país en el que los ciudadanos de una misma sociedad no se vean entre sí como enemigos sino como compatriotas.

Este ambiente bélico se proyecta también en términos institucionales. Por eso se habla de “guerra de organizaciones”, en la que unas pertenecen al bando contrario y otras al propio. Pero hay un caso particular que sobresale en el pensamiento político-ideológico predominante en el ambiente castrense. Se trata del sensible y, en buena parte, incontrolado sector de la inteligencia militar, que es uno de los efectos negativos del rápido crecimiento de la Fuerza Pública durante los últimos tres lustros. Un ejemplo conocido de esa falta de control son las contradicciones en que cayeron distintas figuras del Gobierno Nacional cuando se denunció el escándalo en el caso de la oficina de inteligencia Andrómeda.

En diferentes sectores de inteligencia militar se evalúa la “guerra de inteligencia estratégica”, en la que los actores se dividen en amigos y enemigos. Naturalmente, los amigos son los de las propias instituciones y, con frecuencia, los demás son del bando opuesto, es decir, los enemigos. Tal maniqueísmo limita la lectura de cualquier situación que se estudie, con consecuencias peligrosas por sus efectos distorsionantes sobre decisiones que se tomen para adelantar operativos armados sobre tales bases de análisis.

Menciono por último un concepto adicional utilizado en el argot militar, que podría ser ambivalente. Se trata de la denominada “construcción de la defensa prospectiva”. Sería ideal si se planteara desde ahora una defensa hacia el futuro en una situación de posconflicto. Pero si se mira dentro del contexto expuesto —que es lo lógico de pensar—, es decir, con actores similares a los actuales, sería una limitación adicional para cambiar la mentalidad sesgada que se discute.

Lo acontecido durante este largo tiempo indica que la mejor ruta para tomar un camino hacia la paz es eliminando la violencia política, sin que esto lleve a que desaparezca la violencia en general. Al respecto, habría que tener en cuenta que en el país la política ha estado mediada por la violencia a lo largo de su historia republicana: la política ha sido el factor principal de reproducción de la violencia organizada, y por eso hay que acabar con esta mediación malsana. Y la mejor manera de hacerlo es fortaleciendo el Estado en términos políticos, es decir, logrando que monopolice el uso legítimo de la fuerza, acabando inicialmente con la violencia política.

A partir de este primer paso sería factible que el Estado se enfocara con éxito en acabar con las demás violencias organizadas. Por más arraigadas que ellas estén en la sociedad, es posible eliminarlas, ya que carecen de esa constante de reproducción que es la política. Pero lo que no es posible es acabar con la política, que es la esencia misma de cualquier sociedad, pues jamás se acabarán las desigualdades sociales, que son las que han nutrido la política a lo largo de la historia universal. Naturalmente que esas desigualdades sí pueden —y deben— estrecharse para lograr una mejor democracia.

Luego de las consideraciones anteriores, se plantea el tema del posconflicto y la Fuerza Pública. El primer punto al respecto es el gasto militar, que viene en ascenso. Este rubro aumentó poco a poco, al unísono con las mayores derrotas de los militares frente a las guerrillas, ocurridas en los dos últimos años del gobierno de Samper (1994-1998), y con la reestructuración militar forzada por Estados Unidos a través del Plan Colombia durante el gobierno de Pastrana (1998-2002). Pero, luego, ese gasto se encumbró. Según datos del Ministerio de Defensa, de 2,8% del PIB en 1994, se pasó a 5,2% en 2009.

Buena parte de ese crecimiento se debe al aumento de efectivos de la Fuerza Pública. Al comenzar el gobierno de Uribe, en 2002, sus efectivos eran de 313.406. De éstos, 203.283 correspondían a las Fuerzas Militares y 110.123 a la Policía Nacional. Al finalizar ese gobierno, en 2010, la Fuerza Pública había aumentado a 426.014 efectivos: 267.629 de las Fuerzas Militares y 158.385 de la Policía Nacional. En 2010, tales cifras fueron superadas en la región solamente por Brasil.

El problema de los recursos militares volvió a ventilarse el año pasado por motivo de un informe del Instituto Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo (Sipri). Según este organismo, en 2012 el gasto militar en el país fue poco más de $21 billones, y en 2013 aumentó 13%, hasta llegar a $24 billones. Esa cifra duplica y supera los $10,6 billones gastados en 2004.

El mismo organismo señaló que el país de la región que destina más dinero al sector militar como porcentaje del PIB es Colombia, seguido por Chile, Ecuador, Brasil, Venezuela y Uruguay. Y añadió que los gastos militares incluyen compras e inversiones en rubros como Fuerzas Armadas, agencias gubernamentales de defensa, entrenamiento y equipos para operaciones militares. Tiene en cuenta también pensiones y seguridad social a miembros activos y en retiro y sus familias, mantenimiento de equipos, construcciones e investigaciones militares y servicios médicos.

En contraste, las guerrillas de las Farc y el Eln cuentan hoy con el menor número de efectivos en las últimas dos décadas. Por eso, para combatirlas no se necesita del aparataje militar que surgió a partir de la reforma adelantada durante el gobierno de Pastrana. Y tampoco se requieren ajustes estratégicos para enfrentarlas, ni incremento de recompensas por información y dádivas por deserciones, como ocurrió hace algunos años.

Pero lo que sí necesita la actual situación, sobre todo en un eventual posconflicto, es una reducción de las finanzas y los efectivos de las Fuerzas Militares, amén de la supresión del servicio militar obligatorio. Pero con sólo mencionar esa necesidad aparecen variadas y enconadas resistencias. Esas resistencias seguramente se moderarían si las negociaciones con las Farc —y ojalá con el Eln— culminaran de manera exitosa.

Entre los gastos que podrían reducirse se destaca el equipamiento militar que requiere ahora una guerra irregular, pues sus costos son enormes dada la sofisticación del instrumental en que desembocó la confrontación armada, como son los helicópteros, los aviones y los numerosos aditamentos de última generación para el combate. Además, hay que mirar la espiral de gastos con las prestaciones sociales acumuladas durante los tres lustros de crecimiento del número de militares —en servicio activo y en retiro— y también el número de jóvenes pensionados por causa de lesiones producidas por las “minas quiebrapatas” sembradas por las guerrillas.

La resistencia mayor es la promovida por militares de la reserva activa —o en uso de buen retiro—, que han sido alborotados por el radicalismo uribista. Y entre quienes están en servicio activo, habría que considerar en especial las resistencias soterradas detectadas en los servicios de inteligencia militar, con la filtración de información. También, el peso que ostenta la ideología distorsionadora del “espíritu de cuerpo”, que es de naturaleza conservadora en cualquier ejército del mundo, pero que se ha acrecentado con la prolongación del conflicto armado.

Distintos mandos expresan al respecto la necesidad de mantener el pie de fuerza y su equipamiento para garantizar la seguridad de la patria en todos sus rincones. Es una forma de considerarse la esencia misma del Estado. Además, la destructiva polarización del país —inducida por el gobierno anterior y alimentada por el fanatismo uribista— continúa pesando en el imaginario nacional. Por eso, la ubicación tradicional de la ideología política del país hacia la derecha se ha inclinado aún más en los últimos años.

Y si se mira el problema de la seguridad en términos generales, con el conflicto armado es más complicado someter a las bacrim y a otras bandas que se alimentan del narcotráfico, la minería y el clientelismo político y su corrupción. Asimismo, se dificulta aún más la esquiva solución del problema de la inseguridad ciudadana.

Pero si se llega a una solución negociada del conflicto, podrían diseñarse estrategias en las que el componente represivo sea uno entre varios que se consideren necesarios. En esa nueva situación podrían evaluarse mejor el tamaño y las funciones que más les convendría cumplir a los militares, además de la tradicional de mantener la seguridad nacional hacia el exterior. Pero en este campo habría que recordar que ahora las amenazas son más difusas y trasnacionales y por lo tanto más difíciles de ubicar en un plano nacional definido.

En cuanto al problema de la Policía Nacional, el asunto es distinto. Pese a tener alrededor de 170.000 efectivos, no cuenta con capacidad suficiente para cumplir con la tarea de garantizar la seguridad ciudadana, lo que requeriría un aumento de su pie de fuerza, pero no de cualquier manera. Un eventual rediseño policial se centraría en el álgido problema de la seguridad ciudadana, que es propio de una policía moderna por su carácter cívico y urbano. La delincuencia común, tan extendida a causa del desempleo y la exclusión social, sería su objetivo central.

Pero en el posconflicto subsistiría la delincuencia organizada, que podría aumentar si no se maneja de manera adecuada la desmovilización de las guerrillas. Para ello, un rediseño de los Escuadrones Móviles de Carabineros, ampliándolos y fortaleciéndolos, se orientaría hacia la seguridad de las dispersas y abandonadas áreas rurales, con eventual apoyo de las Fuerzas Militares, según requieran las circunstancias.

No obstante, la Policía arrastra el lastre de su militarización, que no se ha subsanado tras reformas parciales durante varias décadas. Esta situación ha impedido que tenga una identidad acorde con lo que de manera adecuada señala la Constitución: un cuerpo armado de naturaleza civil. Además, la Policía es en gran medida una “rueda suelta” institucional del Estado con gran poder. Este hecho plantea un problema que requiere de una solución duradera que genere efectos políticos eficaces de integración nacional.

Para corregir esta ambivalencia, habría que adelantar profundos cambios. Sería conveniente suprimir su dependencia del ministro de Defensa, como se estableció en 1960 —no del Ministerio, como se cree— y adscribirla al Ministerio del Interior para que deje de ser esa “rueda suelta”. Esta reforma sería el paso más importante para continuar con la desmilitarización de este cuerpo civil armado, lo que permitiría redefinir sus funciones sin interferencias de sectores castrenses que se sienten con más fortaleza al considerar que esta institución hace parte de su entorno profesional.

Pero el Ministerio del Interior es una institución débil en términos políticos, lo que contradice su razón de ser: es el ministerio de la política. Este problema contribuye a debilitar aún más la ambigua relación entre el nivel nacional del Estado en el Ejecutivo y los niveles regionales y locales. En varias regiones, estos dos niveles han sido ‘capturados’ por grupos delincuenciales con vínculos políticos, impidiendo su posibilidad de mostrar siquiera un funcionamiento formal de democracia liberal.

Y la mejor manera de comenzar a corregir esta anomalía es reformando el Ministerio del Interior, con el fin de que puedan articularse de manera eficaz esos tres niveles, proyectándose en asambleas departamentales y concejos municipales, como entes coadyuvantes de la administración. Pero para que sea efectiva, esta reforma debe incluir a la Policía Nacional, lo que permitiría que comience también a corregir sus problemas.

Según la Constitución, los alcaldes son los jefes de policía en sus localidades. Con el traslado de la Policía al Ministerio del Interior habría la posibilidad de articular en forma directa al Ejecutivo central con los niveles regionales (departamentos y gobernaciones) y con los locales (municipios, alcaldías e inspecciones de policía). La Policía tendría así menos autonomía relativa con respecto a estos dos niveles, pero ante todo frente al nivel nacional del cual dependería. Ello facilitaría el cumplimiento de su función primordial de garantizar la seguridad ciudadana.

Sobre la base de las ideas que se han expuesto, puede afirmarse que la Fuerza Pública constituye el problema central de los necesarios cambios institucionales para una situación de posconflicto. Su proceso de solución será largo y complejo, aun después de decantarse una eventual desmovilización guerrillera. De ahí que sea fundamental que el Gobierno central busque abandonar sus ambivalencias, sobre todo frente a las disímiles y dispersas organizaciones de la sociedad civil, para que tengan un norte que no sea el de los intereses corporativos que han predominado.

El Gobierno Nacional debe implementar una política unificadora, pues sin ella la refrendación de los eventuales acuerdos a que se llegue con las guerrillas podría colapsar. Por su parte, la dispersa acción de los medios de comunicación, que van al vaivén de ‘la chiva’, debería concentrarse en unificar el camino hacia la convivencia ciudadana, con el fin de contrarrestar la maleabilidad propia de la opinión pública. Y en este proceso no deben dejarse como ruedas sueltas las redes sociales.

Buena parte de la política de unificación de las dispersas tendencias que afectan a la opinión pública debería orientarse hacia las Fuerzas Militares, con el fin de al menos frenar las prevenciones sobre su futuro una vez solucionada la violencia política. Por eso es indispensable recordar las transformaciones que se han iniciado en su entorno, como son los cambios estratégicos por innovaciones en armamentos, el crecimiento acelerado de la población y la urbanización, la extendida globalización y el realce de la diplomacia y los organismos multilaterales. Sin la existencia del conflicto armado, la adaptación a tales cambios sería fluida.

Además, la necesidad de reorientar la política económica neoliberal, frente a los inmensos recursos que requiere un posconflicto que pretenda ser sostenible, podría entenderse mejor sin el conflicto armado y su derroche presupuestal incontrolado. En esta tarea prospectiva cabrían funciones militares alternativas que comienzan a vislumbrarse, como es la defensa de la naturaleza. Un camino sosegado, sin violencia política, es el que les conviene más a nuestra Fuerza Pública y al pueblo colombiano.

El conjunto de problemas señalados es en su esencia de carácter político, es decir, de manejo de disímiles poderes presentes en la sociedad. Pero en ellos hoy no cuentan cientos de sectores sociales excluidos. Para que algún día esos sectores tengan “voz y voto” en una nación incluyente, es necesario primero acabar con la violencia política —hoy degradada—, que ha traspasado la historia republicana de este país desarticulado. Por eso, se requiere comenzar desde ya este arduo y largo proceso de integración nacional.

Por Francisco Leal Buitrago

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