Retos descomunales

El acuerdo parcial del punto cuarto de la Agenda de La Habana —‘Solución al problema de las drogas ilícitas’— mantiene inamovible la política antidrogas que ha venido aplicando Colombia durante varias décadas.

Ricardo Vargas Meza * / Especial para El Espectador
28 de septiembre de 2014 - 02:00 a. m.
El acuerdo concluye que los cultivos ilegales son producto de la exclusión, marginalidad y falta de acceso a la tierra de gran parte de la población rural.  / AFP
El acuerdo concluye que los cultivos ilegales son producto de la exclusión, marginalidad y falta de acceso a la tierra de gran parte de la población rural. / AFP

Si bien en su parte introductoria incorpora principios que reconocen la existencia de condiciones de marginalidad, pobreza y ausencia de desarrollo como coadyuvantes de la presencia de una economía ilegal de la coca, el acuerdo se fundamenta en narrativas que consideran el narcotráfico como un ‘flagelo’, una amenaza externa que azotó y distorsionó la vida de la sociedad, las instituciones y alimentó financieramente el conflicto armado.

En consecuencia, el acuerdo hace un llamado a la superación de esa situación, en camino a la solución definitiva del problema de las drogas. Dicha solución acoge la prolongación de la estrategia vigente contra los psicoactivos declarados ilegales y busca incorporar algunos elementos de reducción de daños, no de las políticas, sino de las drogas ilícitas. Esa superación se concreta en el escenario deseable para la prohibición de ‘cero coca’ y ‘cero narcotráfico’. El acuerdo se concentra pues en acciones que se condensan en los contextos de los cultivos ilícitos y un poco marginalmente en referencias al uso interno, así como observaciones generales —digamos un conjunto de buenas intenciones en cabeza del Estado— frente al tráfico y al lavado de activos.

Las referencias al uso de drogas ilícitas no contienen elementos novedosos y sólo hacen un llamado general, aunque pertinente, a la necesidad de un enfoque de derechos humanos y salud pública, pero su contenido se caracteriza por dificultades metodológicas y de conceptualización. Sólo por mencionar algunas omisiones:

• La ausencia de una diferenciación simple entre consumo y adicción o uso problemático.

• Carencia de una diferenciación de las sustancias como principio elemental en el tratamiento del tema.

• Desconocimiento de los avances que hoy presenta el uso regulado del cannabis y las posibilidades de que el Gobierno inicie, al menos en esa materia, un proceso cierto tendiente a su regulación.

• Carencia de precisiones en los cambios profundos que debe tener el tratamiento criminalizado de los usuarios.

• La importancia de introducir y comprometerse con un proceso de investigación sobre efectos ciertos del uso de la cocaína y sus derivados fumables, y que deben inscribirse en la búsqueda de alternativas bajo un enfoque de reducción de daños; asimismo los avances en procesos de autorregulación, etc. De hecho, es el problema central de Colombia y de los países andinos, luego de los espacios que ha logrado ganar el debate sobre uso del cannabis.

El punto sobre tráfico fue abordado también con generalidades, lo cual lo hace inocuo, con el uso de expresiones que ratifican hacer más de lo mismo: lucha contra el crimen organizado y el lavado de activos, controles estatales sobre el manejo de insumos y precursores químicos y, finalmente, la reiteración de la puesta en marcha de otra (una más) estrategia de “aplicación efectiva” de los procesos de extinción de dominio. Como es conocido, se desconoce aún lo que realmente sucedió en la malograda Dirección de Estupefacientes, foco de corrupción y vigencia del poder del narcotráfico al lado de políticos tradicionales. El monto de lo saqueado equivale al valor del compromiso del Gobierno con las movilizaciones campesinas de 2013, calculado en $3 billones.

En conclusión, el punto cuarto es un éxito del Gobierno, que buscó dejar intacta la concepción prohibicionista sobre las drogas, logrando comprometer a las Farc en su desvinculación del negocio ilegal, lo cual facilitará las acciones para disminuir cultivos ilícitos, de modo que incida en la reducción de la oferta y luego en el resto de la cadena, principio fundamental del modelo vigente. No obstante, ese logro enfrenta retos descomunales.

En primer lugar, las partes de la cadena de drogas asociada al procesamiento y tránsito interno para exportar siguen intactas, así como las estructuras que controlan el comercio internacional, que son las que sostienen la demanda de pasta básica de cocaína. Este factor seguirá demandando materia prima para la producción de psicoactivos y contribuirá a una eventual ‘readecuación’ del negocio en la parte inicial de la cadena.

Dos, la magnitud del compromiso en el marco tanto del Programa de Desarrollo con Enfoque Territorial (Pdet) como del Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (Pnis), y la carrera contra el tiempo para forjar soportes creíbles para una economía alternativa a la coca, ponen a prueba la capacidad institucional del Estado colombiano en zonas donde la poca presencia fue el uso de la fuerza.

Los costos para las intervenciones integrales son gigantescos. La sola ayuda del plan de atención inmediata con medio salario mínimo mensual para 80 mil familias (sólo 63 mil dependen directamente de la coca, a lo que hay que sumar jornaleros y miles de familias que dependen de una demanda agregada del negocio por insumos, servicios, etc.), durante dos años costaría casi $600 mil millones. Atendiendo sólo las zonas prioritarias del Pdet y aquellas con una densidad alta de cultivos y una población importante para implementar los programas de la Reforma Rural Integral y del Pnis, la magnitud de las obras, acciones y proyectos para integrarlas demandará recursos que se multiplicarán a niveles muy altos.

En este contexto, se vislumbra como estratégico el esclarecimiento del uso de los bienes con extinción de dominio y que bajarían los costos para el cumplimiento de un objetivo tan comprometedor para el Estado. De otra manera, miles de familias tendrán, en una economía criminal que sigue intacta en sus fases decisivas y que no fueron del resorte de La Habana, la posibilidad de articularse con un estímulo importante: el retiro de las Farc soluciona la presencia de un factor depredador del movimiento de dinero en las zonas cocaleras al succionar ese grupo el circulante para los fines de la guerra.

Y tres, la vigencia de estructuras de bandas criminales —militantes de las Farc renuentes a la desmovilización— al lado de una economía criminal que sigue viva en Colombia, dibuja un complejo escenario teniendo en cuenta que el Estado no podrá extender sus ofertas en una geografía tan amplia y donde seguirán la exclusión y la falta de alternativas para sus pobladores.

rivarme@gmail.com

* Sociólogo, investigador asociado del Instituto Transnacional (TNI) de Ámsterdam, director de la Acción Andina Colombia

Por Ricardo Vargas Meza * / Especial para El Espectador

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