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“El problema de todos los datos en Colombia es que son incompletos”, es lo primero que advierte el investigador colombiano Sócrates Herrera, director del Centro de Investigaciones Científicas Caucaseco, quien junto con un grupo de colaboradores se dio a la tarea de analizar el comportamiento de la malaria en zonas de actividad minera, legal e ilegal. Sus sospechas se confirmaron: los mineros podrían estar despertando un monstruo medio dormido.
Desde 2010 hasta 2013, los casos de malaria en el país han ido en descenso. Mientras en 2010 se registraron 117.000 casos, tres años más tarde se redujeron a 60.000. El problema que detectó Herrera y su equipo es que, al mirar más de cerca esas cifras positivas, hay algo que no anda bien. En algunos municipios del país las tasas de malaria están por las nubes. Y se trata precisamente de áreas donde la actividad minera se ha incrementado.
En el trabajo publicado en la revista Memorias Do Instituto Oswaldo Cruz, los investigadores reportaron que el 31,6% de los casos de malaria del país ocurrieron en zonas de actividad minera. Si bien el promedio nacional es de 4,95 casos por cada 1.000 habitantes (índice anual del parásito), en municipios como El Bagre la tasa es de 188 casos por cada 1.000 habitantes. Cifras similares se presentaron en Zaragoza, Segovia, Puerto Libertad y Monte Líbano, todos ellos municipios mineros. Departamentos como Antioquia, Córdoba, Bolívar, Chocó, Nariño, Cauca y Valle aglomeraron el 89% de los casos de malaria del país.
Herrera y su equipo fueron un poco más allá en el análisis de datos y lograron establecer que, por cada 100 kilogramos de oro en la producción nacional, el índice anual del parásito aumenta en 0,54 casos por 1.000 habitantes.
“La minería, legal e ilegal, altera los ecosistemas”, explica Herrera, “es lo último a lo que ponen cuidado. Se crean criaderos del mosquito. Imagínate esas piscinas y criaderos en una zona como Chocó. Es una intervención inmediata que aumenta los casos de malaria”.
Pero no sólo ese incremento preocupa a los investigadores, sino lo que podría ocurrir. Por ser una actividad que atrae a los “buscadores de oro”, éstos llegan y se van, son una población en constante migración. No sólo dentro de Colombia sino entre países como Guyana Francesa, Brasil, Perú e incluso de África. “A mi juicio, se pueden introducir parásitos resistentes a medicamentos de otros países”, revela Herrera. Y, por supuesto, disparar epidemias de malaria en zonas donde hasta ahora estaba restringida.
Yenifer Hinestroza, ex directora del Proyecto Malaria Colombia de la Fundación Universidad de Antioquia y consultora de la Organización Panamericana de la Salud, coincide en que la población flotante en torno al negocio de la minería es un gran reto de salud pública. En el trabajo con comunidades del Chocó y Antioquia fue testigo de como muchos pacientes no terminan los tratamientos y migran a otros lugares lo que conlleva un riesgo de transmisión de la enfermedad a otras poblaciones.
“Lo que hacíamos en Zacarías, a la entrada de Buenaventura, era localizar puestos móviles de diagnóstico para garantizar acceso a los que trabajadores mineros”, recuerda. Hinestroza recuerda que en muchas zonas mineras, por la cultura de la informalidad, los métodos diagnósticos y los tratamientos que deberían ser gratis se convertían en una mercancía más. En algunos lugares los diagnósticos se ofrecían hasta por $100.000. En esas circunstancias, dice, cualquier intervención de salud pública se complica y puede generar conflictos pues hay personas sacando provecho de la situación.
¿Qué hacer? La respuesta no es fácil. La minería ilegal ocurre precisamente en lugares con poca presencia del Estado, a donde no llega el sistema de salud. Lo ideal, dicen los investigadores, sería fortalecer el sistema de salud en esas zonas, detectar, diagnosticar y tratar a los pacientes.