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Querido compadre, me alegra mucho que tus apresurados sepultureros de hace unos años se hayan quedado con los crespos hechos.
Me gusta recordar que eres quizá el invento tecnológico más importante de la humanidad, al menos desde la escritura y la agricultura, ambas prehistóricas. La tuya es la más poderosa extensión de la cumbre del ingenio humano, el lenguaje hablado, que según sospechan algunos paleontólogos pudo ser el arma que selló la victoria del Homo sapiens sobre el resto de los homínidos.
Para 1449, cuando Gutenberg terminó de inventar la imprenta de tipo móvil, la población de Occidente era casi del todo analfabeta y los idiomas se seguían fragmentando a gran velocidad. Tú hiciste posibles la alfabetización y la educación de multitudes. Por eso compites con ventaja con la rueda, la electricidad y la digitalización, solo que ya llevas cinco siglos y medio entre nosotros y la gente te da por descontado.
No, no eres necesario para hablar con la familia y los amigos, así Gabo haya dicho que escribió sus libros para que los amigos lo quisieran más. Alguien se preguntará: ¿y para qué demonios quiere uno hablar con extraños si tiene la familia, los amigos, los compañeros de trabajo y los vecinos? Pues porque la civilización está construida sobre el diálogo con extraños. Las instituciones que permiten la vida colectiva solo pudieron surgir cuando la especie superó la escala personal, el horizonte tribal.
Fuiste, entonces, la primera manera de hablar masivamente con extraños y durante siglo y medio tuviste la exclusividad en el ramo, hasta que aparecieron tus primos hermanos, los periódicos. Ahora los medios abundan: la radio, la televisión, el internet, los teléfonos móviles y un creciente etcétera. Cada uno tiende a descollar en una forma de comunicación. La tuya, que es la concentración del mensaje, o sea la aspiración a encontrar la esencia de las cosas (raramente se logra), no tiene sustitutos.
Sin embargo, somos desagradecidos por naturaleza, de suerte que desde los tiempos del profeta canadiense, Marshall McLuhan, te están tomando las medidas para hacerte el ataúd. Les seducía a estos pirómanos de la novedad multiplicar los caminos de la escritura, sin percatarse de que con ello la autoridad del autor, valga la redundancia, se perdía. Querían matarlo, para usar la noción rimbombante de Roland Barthes, pero no pudieron porque el sentido común valora su existencia. Los hipertextos, que pretendían mandarte a los museos, ahora se ven como meros apoyos de navegación. Tu solidez física, tu vocación de permanencia y tu potente esquema lineal resultaron a la postre más perdurables que la última algarabía. O para decirlo en idioma vernáculo: los profetas de la posmodernidad tacaron burro contigo.
Al final, los libros electrónicos no solo no te mataron, sino que parecen haber alcanzado un techo (en Estados Unidos, donde más lejos llegaron) del 20% del mercado. Este reciente triunfo sobre tus sucedáneos digitales, cuya participación en la torta ha incluso comenzado a disminuir, es también el triunfo de tu maravilloso diseño. Consistes de un grupo variable de hojas empastadas, sobre las cuales se imprimen líneas sucesivas de texto, interrumpidas por párrafos y capítulos, así como por tal cual ilustración. Eso eres.
Por una vez, si es para fabricar libros, que talen árboles, ojalá cultivados en forma sostenible, y que se haga el papel.
andreshoyos@elmalpensante.com, @andrewholes