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Acabo de leer la crónica escrita por Mariana Escobar acerca de la violación de una quinceañera llamada Jennifer durante la masacre de El Salado.
Un 18 de febrero hace casi quince años. Mi hija, que está a punto de cumplir quince años, no vive en Colombia. Me prometí que no viviríamos en esta Colombia. No en un país en el que se viola a una quinceañera en una guerra por la defensa de la propiedad finquera, y quienes la justifican, y a sí mismos, lo hacen porque creen que se trata de la última cruzada religiosa para conquistar el mal.
Podría escribir, con el fin de parecer políticamente correcto, o mejor, para proteger mi ego del dudoso honor de ser llamado un “escritor comprometido”, léase mamerto, mochilero, setentófilo, populista, simpatizante, ingenuo, venecubo, Podemos, de Iguala, comunista o engendro del demonio, “tampoco en un país en el que se secuestra y se extorsiona”.
Lo sé. Sé que en este país se viola, se secuestra y se extorsiona. Sé que son crímenes todos ellos. Sé que quienes los cometen hablan el lenguaje del orden restaurado o del orden revolucionario, y al hacerlo abusan de éste. Pero me cuesta meter en el mismo saco la violación de Jennifer, el temor de padre exiliado por mi hija casi quinceañera, casi Jennifer, y todo lo demás.
No todos los gatos son negros, así negra sea la noche. Recibo un mensaje justo al terminar la línea sobre los gatos y la noche. Es sobre la negra noche de un país que cada vez confundo más con el mío, México. Me piden sumar mi nombre a un comunicado titulado “Ayotzinapa. Faltan 43”. Leo que a René de Calle 13, a quien alguna vez fotografiaron con uno de mis libros, informa el ego, le dijeron que no hablara de Ayotzinapa en los Grammy. Pero lo hizo, bien por él. Hizo que mi hija casi quinceañera preguntara qué tan cerca queda Ayotzinapa de El Salado. Le respondí: “Casi. Muy cerca”.
Desde que llegué de México a finales de octubre no paro de escribir una historia en la cual los de Ayotzinapa se confunden con Jennifer, con mi hija casi quinceañera, y con los casi quinceañeros poetas ingleses que escribían de amor a sus compañeros de trinchera durante el horror del Somme hace un siglo. Me pregunto si tendrá fin esta guerra. Y si no, entonces por qué decidimos traer hijas a este mundo. Hijas. No hombres. Los hombres matan. Dirán que las mujeres también. Pero no era el final de mi frase. Era... a las mujeres las violan.
He aprendido algunas cosas esta semana. Que los hombres con corazón de guerra violan a las quinceañeras y luego las rechazan porque las han violado. Pero también que nosotros podemos poner fin a esta guerra, sin importar los políticos y su espectáculo. Y que la palabra casi, casi significa el infinito.
