Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
El país operó durante cincuenta años con una política cafetera basada en el diagnóstico de su inelasticidad de la demanda. En virtud del acuerdo mundial del café, los países productores estaban en capacidad de regular la oferta mundial y colocar los precios en las condiciones más favorables. El sector evolucionó con grandes excedentes que permitieron un manejo laxo de los gastos, el patrimonio y los costos de producción.
Las condiciones cambiaron con la eliminación del acuerdo mundial del café en 1988 y el desmonte del estatuto cambiario 444 y la Junta Monetaria en la administración de César Gaviria. El sector quedó a merced de la oferta y la demanda. Dentro de este marco de libertad de mercado, era inevitable que el precio de un producto inelástico se deteriorara progresivamente y castigara en un mayor grado a quienes operan con mayores costos.
Sin embargo, la Federación mantuvo la misma estructura de opulencia. En particular, se negó a entrar en las variedades robustas que pueden cultivarse con mayores productividades (productividad por hectárea). Mientras que el último quinquenio la producción del café arábico colombiano se derrumbó, la del robusta aumento en Brasil y otros lugares.
En contraste, los nuevos productores buscaron desplazar a los tradicionales reduciendo los costos y la calidad. En la actualidad, Colombia importa café de Perú y Ecuador con precios muy inferiores al de exportación y registra costos de producción tres veces mayores que los de Vietnam. El país perdió participación en los mercados internacionales, pasando del segundo al cuarto lugar, y vio esfumar el cuantioso patrimonio de la Federación de Cafeteros. Se configuró un círculo vicioso en que la baja demanda del producto reducía las ganancias, y esto dificultaba la modernización y la ampliación de la producción. El sector sobrevivía por los elevados precios internacionales y la asistencia del Gobierno.
El otro aspecto es el tipo de cambio. El país está montado sobre el sector minero que tiene elevadas necesidades de inversión extranjera y genera la totalidad de sus ingresos en divisas. Así, la producción tiende a concentrarse en la minería y en los servicios y la mayor parte del consumo industrial y agrícola se obtiene abaratado en el exterior.
Como existen serias limitaciones para el empleo y las divisas, surge la abundancia de divisas que revalúa el tipo de cambio y desplaza la producción de bienes transables. Así, la enfermedad holandesa adquiere la forma de extinción de la industria, la agricultura y el empleo.
La verdad es que en la última década, y en especial en el último lustro, el café operó dentro de condiciones de costos y revaluación que no consultaban con las realidades internas y externas. Se pensó que los elevados precios se mantendrían y daban margen para todo. No se advirtió que se trataba de un producto inelástico que tiende al deterioro paulatino de sus cotizaciones.
Luego de cincuenta años de severa regulación del sector e intervención en el mercado, el país le apostó al libre mercado dentro de un marco de permisividad a los dirigentes cafeteros y enfermedad holandesa y terminó en el mismo descalabro del resto de la agricultura y la industria. El Comité del Café, integrado por el Gobierno y la Federación, careció de la visión, el diagnóstico y el manejo para evitar que los costos superaran los precios y colocaran al sector al borde de la quiebra.
La causas de la crisis no hay que buscarlas aguas arriba. Se encuentran en la trivialidad de la política cafetera de producción y costos, el motor de la minería y la modalidad de cambio flexible.