Corrupción: relativismos y sensibilidades

Columnista invitado EE
19 de abril de 2017 - 03:00 a. m.
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La corrupción es una realidad cuyos significado, percepción y sensibilidad cambian entre sociedades y momentos. Se trata de un fenómeno histórico y persistente con consecuencias negativas sobre el desarrollo de los países, debido a la desviación de recursos, costos de oportunidad y transmisión de malos incentivos.

La corrupción es una consecuencia, más que el problema, y se debe a fallas en el sistema político e institucional, lo mismo que a determinados valores culturales instalados en la sociedad que la hacen posible y aseguran su persistencia.

La corrupción es más fácil de identificar cuando lleva implícito el incumplimiento de una norma, el mal uso de un bien público o el cobro de una coima en beneficio privado, que cuando se trata de decisiones o comportamientos moralmente cuestionables. Puede ser tan censurable que una empresa nacional financie campañas políticas a que lo haga una extranjera, pues ambas buscan beneficiarse de alguna manera directa o indirecta.

Asimismo, hay situaciones que no son calificadas ni castigadas como corruptas, pero que son contrarias al interés público, como los comportamientos buscadores de rentas y el pésimo desempeño de la función pública por parte de cualquier burócrata.

La búsqueda de rentas puede propiciar el desarrollo de lobbies que no necesariamente se vinculan con transferencia abierta e inmediata de recursos monetarios, pero sí con prácticas de difícil rastreo e incluso de beneficios económicos indirectos. Este comportamiento lobista puede distorsionar la asignación de los recursos públicos, pero también la de los recursos privados dedicados a esa tarea, pues los aleja de los fines productivos.

También debería ser calificada como corrupción la conducta de funcionarios públicos de diferente rango que no cumplen sus funciones o sus compromisos con la sociedad, registrando un pésimo desempeño. Esa ausencia de gestión implica pérdida de tiempo, desperdicio de recursos y costos de oportunidad.

Ciertamente hay algunos indicadores de corrupción, la mayoría centrados en percepciones y menos en información objetiva, no obstante los avances en esta materia y en comunicaciones. Dadas esas circunstancias, seguramente en algunos momentos la sensación de corrupción revela más de lo que se hace visible y evidente e incluso magnifica comparativamente situaciones, debido a que puede ser susceptible al sensacionalismo de algunos medios y a la manipulación por parte de intereses políticos.

El indicador internacional de transparencia tiende a ubicar a Colombia en un rango intermedio de corrupción entre los países que reportan. Esa posición ha sido persistente con leves repuntes que no se sostienen, lo cual demuestra que las causas del fenómeno se mantienen y las políticas en su contra no han sido las más efectivas.

El episodio Odebrecht no es nada nuevo, como quiera que algunas multinacionales desde siempre han buscado corromper a los funcionarios públicos. Quizás lo nuevo es la escala regional, sus alcances políticos y la mayor capacidad, control y sensibilidad de los medios para informar.

Frente a esa realidad, y de cara al proceso electoral que se avecina en Colombia, debemos aplicarnos a respaldar candidaturas realmente comprometidas con profundas reformas políticas y de la justicia, con alta valoración del significado de los recursos públicos y con lineamientos y antecedentes que garanticen una gestión efectiva y de logros de esos recursos. Además de orientadas a ampliar el espectro de lo que calificamos como corrupto, incluyendo la deficiente gestión pública y las malas prácticas del sector privado, con propuestas que enfaticen en los costos económicos, legales, sociales y políticos para quienes incurran en corrupción.

* Decano Facultad de Ciencias Económicas, U. Nacional.

 

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