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Cuando el estado tiene la culpa

Juan Manuel Ospina
12 de marzo de 2015 - 04:00 a. m.

En La Habana, flota sobre la mesa de negociaciones la convicción de que se cerró la vía armada para la toma del poder, y que por ello, el interminable y retorcido conflicto colombiano queda reducido a ser el único sobreviviente de épocas pasadas en la América Latina; sin otra salida que la firma de una paz, buena o mala, eso está por verse, pues sus resultados finales a lograrse durante el llamado postconflicto dependen más que de los negociadores, de la acción y compromiso de los colombianos y de las debilitadas y deslegitimadas fuerzas políticas.

Hay un punto claro y fundamental de la estructura y objetivos de las negociaciones y es que de la mesa no saldrá ni la revolución agraria, ni el cambio del modelo económico, ni el rediseño del estado para que se sustente en las regiones y no en un centro nacional vacío, Bogotá, desde donde reina un presidencialismo que hace agua por todos lados; un Estado que, en fin, reconozca la realidad y fuerza de una democracia de participación ciudadana llamada a romper el monopolio desgastado de una democracia representativa de corte decimonónico. Esos y otros serán los temas de un intenso y sesudo debate a darse en una constituyente, con agenda votada por los ciudadanos, uno de los elementos clave del postconflicto, entendido como el tiempo de construcción/reconstrucción de esa nueva Colombia que nos merecemos pero que no caerá del cielo ni llegará empacada de La Habana.

El resultado esperado de la negociación, lo que Colombia reclama y necesita, es reconstruir la política o mejor construir una nueva política, para liderar el postconflicto y hacer realidad el cúmulo de tareas que él acarreará. Una política de donde salgan los fusiles, el chantaje y el miedo, que han impuesto las extremas de ambos signos; para restablecer la primacía del interés general de los ciudadanos (el “Bien Común” de los escolásticos), destronando a los oscuros y mezquinos intereses de quienes hoy controlan los hilos del poder, arropados en la bandera y las formas de una democracia de cascarón pero sin alma. Ninguna fuerza política, salvo tal vez las FARC, a partir de la experiencia de la UP, y en menor grado el uribismo, se están preparando para ese escenario que será su prueba de fuego.

Una ciudadanía que se movilizará y se manifestará claramente, gracias a que los acuerdos le quitarán a la protesta social el estigma de subversiva que adquirió en todos estos años; en esas circunstancias las maquinarias político – electorales por aceitadas que estén, la verán difícil. El mundo conoce vientos de cambio y de inconformismo ciudadano, producto de dos realidades que en Colombia tenemos y de sobra: la corrupción y el infinito descrédito de los políticos y obviamente, de los partidos. Lo único que hoy se puede decir es que podremos desembocar en escenarios inéditos, en los cuales instituciones y personas desgastadas y deslegitimadas, van a ser llamadas a “calificar servicios”.

Va haciendo camino una macrovisión del conflicto colombiano, validada por el conjunto de trabajos de la Comisión Histórica, de señalar al Estado como el responsable de lo sucedido. Un señalamiento políticamente significativo, en una realidad bastante bien compleja: responsable sí, pero más por omisión – ausencia, debilidad, impotencia – que por acciones concretas y deliberadas, sobre las cuales no sería posible centrar toda la responsabilidad de lo sucedido. Un diagnóstico que le abre las puertas a propuestas como la de César Gaviria que en el fondo está diciendo que “todos”, que puede leerse como el Estado, somos responsables.

Música celestial para oídos tan disímiles como los de las FARC y el uribismo, pues los guerrilleros no están peleando por penas menores o sustitutas, sino por ninguna pena, pues no se consideran responsables; el discurso uribista por su parte pretende ver en la guerrilla solo a una banda de criminales, sobre la cual debe caer el peso de la justicia. Con el escenario del Estado como único responsable, se diluyen las responsabilidades individuales e iríamos hacia el gran abrazo de la reconciliación. De lo contrario, tendremos corrupción, muerte y destrucción por muchos más años.

 

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