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Esta historia comenzó sin darnos cuenta y sin que el presidente lo estuviera buscando, en aquella madrugada del 13 de mayo de 2008.
Ese día Uribe aceptó la extradición de 14 jefes “paramilitares” que además —o en realidad— eran los grandes capos de la droga. Don Berna, Gordolindo, el tuso Sierra y otras perlas salieron de la “cárcel” que habían aceptado para poder negociar su amnistía, y fueron entregados a la DEA. Washington dio la orden porque se había cansado de que esos “insurgentes” siguieran traficando desde sus celdas.
Después se ha hablado mucho de pactos secretos, segundas intenciones y de las víctimas locales de esos “paras” que se quedaron mirando un chispero. Pero la historia real era otra. Era sacar del juego a las cabezas de una gran industria, que además está sujeta a una feroz competencia internacional. Por sus ventajas competitivas, y en medio del desorden del mercado de entonces, los mexicanos se quedaron con las rutas y los colombianos pasaron a ser sus proveedores.
Fueron los años dorados de Colombia. Uribe sacó pecho por la desaparición de los carteles, y entre su guerra contra el “narcoterrorismo” y su lluvia de regalos para la gran minería, pasamos de Estado fallido a país milagro de América Latina. Una imagen que Santos coronó con sus buenos modales, su inglés más inglés, su Acuerdo de paz y el Nobel que le dieron.
Pero las cosas hondas no cambiaron en Colombia, y ahora la ilusión se está esfumando. El proceso de paz implicó suspender el glifosato y que los campesinos aumentaran las siembras en espera de las recompensas que ofrecería el Gobierno por erradicarlas. También cayó el precio del oro y muchos pobladores volvieron a la coca. Y como quiera que sea, las hectáreas sembradas en nuestro territorio se duplicaron a partir del 2013.
También pasó que Trump es presidente, con su caricatura de realpolitik que todo lo encajona y todo lo maltrata en los asuntos internacionales. Contra el fondo de una auténtica epidemia de opiáceos, de un discurso xenófobo, y un “America first” que solo puede ensañarse en los muy débiles, es evidente que a Colombia le volvió la mala hora.
La paz pasó de moda porque las Farc ya están domesticadas, petróleo no tenemos, y Uribe tiene amigos más influyentes que Santos en Estados Unidos. Pero el gobierno de Colombia prefiere no mirar.
Después de tantas babas invertidas en reclamar un “paradigma alternativo” para tratar el problema de la droga, Santos guardó el rabo entre las piernas y siguió haciendo las tareas que nos asigna el viejo paradigma. Y de manera inverosímil se ha comprometido a que 100.000 familias reciban cada una unos $40 millones para erradicar en este año 50.000 de las 188.000 hectáreas que según el Gobierno americano existen en Colombia. Algo así como ocho veces el presupuesto nacional, en medio del apretón fiscal, con el recorte en la “ayuda” de Trump, y sin estar seguros de que los cocaleros no vuelvan a las suyas.
Verdad que los países no hacen lo que quieren sino lo que pueden. Pero mientras Colombia no ataque las raíces del problema seremos el narcopaís y no el país milagro.
*Director de la revista digital Razón Pública.