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Álvaro Mutis (1923-2013)

El domingo pasado nos enteramos, ya casi concluida la tarde, de que el escritor colombiano Álvaro Mutis había muerto en México, a los 90 años de edad.

El Espectador
23 de septiembre de 2013 - 10:14 p. m.
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 Es obvio que un espacio como este no es suficiente para rendir homenaje a un escritor de esa talla: uno que, sin exagerar, es considerado entre los más importantes que ha dado Hispanoamérica. Así al menos tienden a coincidir, por motivo de su muerte —pero también de los 90 años que cumplió en este—, casi todos: desde políticos y escritores, hasta críticos y periodistas. Su obra, mucho más allá de lo que opinen, es de una calidad innegable. De poeta comprometido con la prosa.

La vida misma de Álvaro Mutis es toda una odisea: nacido en la Bogotá de 1923 fue, a los dos años, a dar a Bruselas, y luego regresó a Colombia cuando su padre murió repentinamente siete años después: regresó a Coello, en la región cafetera del Tolima, junto al sol y los bosques que inspiraron toda su literatura: “No hay una sola línea de mi obra que no esté referida, en forma secreta o explícita, al mundo sin límites que es para mí ese rincón de la región de Tolima, en Colombia”, escribió una vez.

Trabajó en varias partes: en El Espectador, en la radioemisora Nuevo Mundo, en la petrolera Esso, donde fue acusado en 1954 por malversación de fondos y se fue a México por recomendación de su familia. Allá, por una orden de captura internacional, fue puesto tras las rejas; y, de nuevo, surgió la literatura, para salvarlo: Diario de Lecumberri, una propuesta autobiográfica, apareció luego de esos 16 meses de encierro que, según contó Gabriel García Márquez, fueron los más felices de su vida.

Así iba Álvaro Mutis por el mundo —que se lo recorrió casi todo—, creando personajes, soñando, encarando la muerte y mirándola a los ojos a través de sus cristalizaciones poéticas. Y, sobre todo, iba por el mundo sabiendo de sobra que era a través de la literatura que la vida podría ser más llevadera.

No solamente era cargar consigo a sus viajes a Herman Melville, Charles Dickens, Joseph Conrad, Alexander Pushkin, Antoine de Saint-Exupéry, Antonio Machado, entre otros, ni tampoco era su capacidad de leerse de una sola sentada En busca del tiempo perdido de Proust; era la forma en la que transmitía a los demás el amor que sentía por la literatura. La forma en la que instigaba a las demás personas para que se dejaran llevar por el río de la prosa o de la poesía.

Seducía a los demás a que ellos también entraran por ese sendero. García Márquez lo recuerda así en el prólogo al libro La mansión de Araucaima: relato gótico de tierra caliente y otros: “Nadie se ha beneficiado más que yo de esa escasa virtud. Ya conté alguna vez que fue Álvaro quien me llevó mi primer ejemplar de Pedro Páramo y me dijo: ‘Ahí tiene, para que aprenda’. Nunca se imaginó en la que se había metido. Pues con la lectura de Juan Rulfo aprendí no sólo a escribir de otro modo, sino a tener siempre listo un cuento distinto para no contar el que estoy escribiendo”. Ahí estaba, pues, también, el maestro.

Un jovial anfitrión, sí. Un solitario melancólico, también, que se encerraba a escribir literatura para luego mostrársela al mundo. Un hombre que creaba personajes increíbles, como Maqroll el gaviero, que nació de un poema. Muchos hombres condensados en un escritor.

Por fortuna, aún tenemos el legado literario que dejó y que podemos retomar una y otra vez para viajar, con él, a ese paraíso de sus recuerdos.

Paz en su tumba.

Por El Espectador

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