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La sentencia en cuestión permitió que se despenalizara el consumo mínimo de sustancias ilícitas invocando el Artículo 16 de la Constitución Política, en el que se dice expresamente que toda persona tiene derecho al libre desarrollo de su personalidad, sin más limitaciones que las que imponen los derechos de los demás y el orden jurídico. Una persona que decide consumir drogas en un Estado Social de Derecho, siguiendo la lógica del texto, no puede ser objeto de sanción. Si bajo el efecto de las drogas la persona se torna potencialmente peligrosa, aun en ese caso y bajo los cánones del derecho penal liberal que define a Colombia, el Estado no la puede castigar por lo que es capaz de hacer sino por lo que en efecto hace.
El Presidente, sin embargo, insiste en su deseo de penalizar el consumo mínimo de la droga, para lo cual estima conveniente presentar el 20 de julio ante el Congreso, por sexta vez, un proyecto de enmienda constitucional. La propuesta contradice de tajo la referencia al derecho al libre desarrollo de la personalidad, así como los otros argumentos que estructuran la sentencia de la Corte Constitucional. Entre ellos, para retomar solamente uno, que el consumo de alcohol ni siquiera ha sido objeto de una dosis mínima, luego existe un tratamiento desigual entre una práctica que es socialmente aceptada y otra que se quiere criminalizar, cuando en estricto sentido no es necesariamente más peligroso el que consume marihuana o cocaína que el que ingiere aguardiente.
El Presidente trae a colación, y el debate habrá que darlo, la idea de que el consumo de drogas ha aumentado en Colombia y en toda Latinoamérica. Y agrega, como siempre lo ha hecho de manera sistemática y coherente con su política antidrogas, que es inentendible la permisividad frente al consumo de la dosis mínima cuando los esfuerzos adelantados para derrotar a los narcotraficantes han ocasionado una enorme cantidad de víctimas.
Frente a lo primero es necesario recalcar que el objetivo de la sentencia de la Corte Constitucional nunca fue el de disminuir los niveles del consumo de drogas ilegales; por el contrario, la Corte ha debido incluso ser más explícita en el sentido de recalcar la necesidad de que el Estado asuma su responsabilidad en el problema de la drogadicción a partir de políticas públicas encaminadas a la prevención —es decir, con un enfoque educativo y no represivo— y no en base al desconocimiento de sus propias obligaciones como garante de la salud de sus ciudadanos. Castigar es también desconocer que el problema le compete al Estado, es optar por la salida aparentemente fácil y en todo caso rápida al problema del hijo que por necio recibe golpes antes que educación.
Frente a lo segundo, aunque insistimos en que el Presidente está en su derecho de regularizar lo que considera inadaptado a lo que son las políticas gubernamentales encaminadas a hacerle frente al narcotráfico, justo es decir que la posición del mandatario lleva a que se tipifique como inmoral una conducta que es del ámbito exclusivo de las personas. Al hacerlo, el propio Estado se casa con una única moral, en contravía del pluralismo que exige toda democracia, con el agravante de que se quiere castigar a los ciudadanos que no comulgan con sus predilecciones.
La sentencia de la Corte Constitucional ha debido permitir que el debate de la legalización de las drogas, ya usual cada cierto tiempo, se abordara de manera seria. Ese era el mensaje, que ha debido calar desde la década de los 90, y no el simple libertinaje y la anarquía como muchos sostienen. La despenalización era un paso que había que dar para arar el difícil camino hacia la legalización y la necesidad de que esta surja de una decisión multilateral que evite que el país se convierta en un paria que además desconoce los convenios contraídos en materia de estupefacientes.
Precisamente porque muchos han sido los sacrificios en el desarrollo de una política impuesta por los Estados Unidos, que a diferencia de la mayoría de países europeos consideran el consumo de drogas ilegales un problema de seguridad nacional y no de salud pública, Colombia tiene la autoridad moral para exigir un replanteo del enfoque ensayado para combatir el narcotráfico. Por el contrario, pensar en penalizar la dosis mínima es retroceder en el tiempo e insistir, ciegamente, en la utópica posibilidad de acabar con un negocio que es tan sanguinario y productivo precisamente porque deriva sus ganancias de la ilegalidad.
Por El Espectador
