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Dadas las dificultades del momento político e institucional que atraviesa el país —la semana pasada, cabe recordarlo, fue detenido el presidente de la U y ex presidente del Congreso, Carlos García—, el proyecto de reforma ha generado no sólo la controversia normal que acompaña todo proceso de reajuste institucional, sino también muchas suspicacias sobre la oportunidad del proyecto y las intenciones del Ejecutivo.
Nadie niega la necesidad de una reforma a la justicia. Las dudas respecto de algunas instancias judiciales, la dificultad de acceso para los ciudadanos más pobres, los choques de trenes, el abuso de la tutela y la misma inseguridad jurídica hacen que la reforma a la justicia sea casi un imperativo. Desde hace un tiempo, sectores de la academia y la política han venido reclamando una reforma de fondo. Infortunadamente, el Gobierno ha propuesto una reforma que, en lugar de atacar los problemas mencionados, parece tener una finalidad más política o partidista que sustantiva.
Propuso, por ejemplo, revivir la antigua figura de la cooptación, según la cual las altas cortes seleccionan a los magistrados sin la injerencia del Ejecutivo ni del Legislativo. En teoría, las ventajas y las desventajas de esta figura se han discutido ampliamente sin que exista un consenso al respecto. En la práctica, la cooptación podría tener una consecuencia evidente. En diciembre, tres magistrados de la Corte Constitucional serán reemplazados a partir de ternas presentadas por el Ejecutivo, lo cual consolidará la mayoría de funcionarios nominados por el Gobierno en el alto tribunal. Si la cooptación se aprueba, la influencia del actual Gobierno sobre el énfasis político o ideológico de la Corte Constitucional durará por mucho tiempo. Algunos analistas, con algo de suspicacia, han sugerido que el Gobierno busca precisamente eso, dejar una impronta ideológica en la Corte Constitucional.
El mecanismo de elección actual tiene problemas. Algunos magistrados han escrito sentencias con lo que, en retrospectiva, parecieran objetivos electorales. Un ex magistrado ha sido candidato a la Presidencia; otro, candidato a la Vicepresidencia, y varios más han salido a hacer política por cuenta de sus fallos. La participación del Congreso sin duda le da a la elección de los magistrados un carácter político. El Gobierno intenta, aparentemente, disminuir la injerencia política en la nominación. Pero lo hace proponiendo un mecanismo polémico y, sobre todo, dejando algunas dudas sobre la oportunidad de la propuesta.
El proyecto de reforma también contempla que sea el Ejecutivo el encargado de elaborar la terna para la elección del Procurador General. Esta propuesta le resta independencia a un organismo de control fundamental y puede debilitar el equilibrio de poderes. En general, no parece oportuno cambiar el mecanismo actual. Hay reformas más urgentes. Y los motivos del Gobierno no son claros.
Entre los temas de debate también figura la doble instancia en el juzgamiento de los congresistas. Al respecto, parece existir un acuerdo sobre la conveniencia del fondo de la propuesta, pero no sobre su oportunidad. Algunos comentaristas, de nuevo con algo de suspicacia, han querido ver en esta propuesta un salvavidas para los parlamentarios que se encuentran investigados por la Corte Suprema de Justicia en razón a sus nexos con la parapolítica. Otros han mencionado que esta propuesta es inconveniente en medio de un proceso complicado. Sea lo que fuere, la oportunidad de la propuesta es cuestionable.
El lema del ministro Valencia Cossio (“Si entrega unas debe asumir otras, porque es el equilibrio de poderes”) esconde, en últimas, una realidad incuestionable: el equilibrio de poderes no se define tanto en esta reforma, como en la iniciativa de una nueva reelección. Allí está la esencia del asunto. En síntesis, la reforma a la justicia ha despertado muchas suspicacias y no confronta los problemas de la justicia colombiana.