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En las últimas semanas, Brasil y Perú consiguieron el ansiado grado de inversión, un certificado de buena conducta, de solvencia macroeconómica, expedido por las agencias internacionales calificadoras de riesgo. Colombia, mientras tanto, a pesar del alto crecimiento económico, a pesar de los crecientes flujos de inversión extranjera, sigue esperando la graduación.
A finales del mes pasado, el 30 de abril, la agencia calificadora de riesgo Standard & Poor’s le concedió el grado de inversión a Brasil. Esta decisión confirma el excelente manejo macroeconómico del gobierno del presidente Lula da Silva. Durante su mandato, las exportaciones se han triplicado y las reservas internacionales han pasado de menos 40 mil millones de dólares a más de 170 mil millones. Brasil se convirtió, por primera vez en su historia, en un acreedor neto: le deben más de lo que debe. “Brasil es un país serio con políticas serias”, afirmó Lula da Silva después de conocer la noticia, y la gran mayoría de la comunidad financiera estuvo de acuerdo.
Unas semanas antes, el dos de abril de este año, la agencia calificadora de riesgo Fitch le había entregado a Perú el grado de inversión. Perú, al igual que Brasil, ha tenido un manejo macroeconómico excepcional. El Gobierno de Alán García ha usado los recursos extraordinarios producidos por la bonanza de precios de las materias primas para prepagar la deuda e invertir en infraestructura productiva. Además, la economía peruana ha venido creciendo por encima del 7% durante varios años consecutivos, hasta el punto de que ya muchos analistas señalan a Perú como el próximo Chile.
El grado de inversión no es un pasaporte cierto hacia el desarrollo. Perú, para no ir muy lejos, tiene una tasa de pobreza cercana al 40%. Pero el grado de inversión es un paso necesario hacia la modernización. Un paso que Colombia todavía no ha dado. Colombia debe aspirar a unirse prontamente al club de los países latinoamericanos “graduados”: Chile, Brasil, México y Perú. De los países grandes de América Latina, sólo tres no han podido (o querido) graduarse: Argentina, Colombia y Venezuela.
Las calificadoras parecen por ahora renuentes a otorgarle el grado de inversión a Colombia. Las principales razones tienen que ver con los indicadores fiscales. La deuda colombiana sigue siendo abultada. Y el Gobierno no ha hecho lo suficiente para reducirla con mayor celeridad. Las recomendaciones de la Comisión de Gasto Público, por ejemplo, fueron engavetadas sin mucho análisis. Además, el déficit en cuenta corriente hace más vulnerable a la economía colombiana. Pero el meollo del asunto es el fiscal. Brasil recibió el grado de inversión a pesar de tener menores tasas de crecimiento que Colombia, y de tener también un déficit de cuenta corriente.
El problema es que los buenos tiempos no van a durar toda la vida: Colombia puede estar desperdiciando una oportunidad única para lograr el grado de inversión. En seis años, Lula lo logró. En el mismo tiempo, Uribe no ha podido. Ahora que el Gobierno habla todo el tiempo de continuidad, de la necesidad de mantener lo que se ha conseguido, no sobra repetir que el grado de inversión es una forma eficaz de darle continuidad a la política económica y a la disciplina fiscal. Con grado de inversión, los gobiernos futuros querrán mantener la disciplina para no perder lo conseguido. Si el Gobierno hace lo que toca (y piensa en la próxima generación), podría conseguir el grado de inversión. Si actúa irresponsablemente (y piensa en la próxima elección) podría negarle al país una oportunidad que no se presentará de nuevo en muchos años.