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Pese a que el presidente Uribe se apresuró a rechazar a principios de diciembre cualquier mediación posible de parte de Piedad Córdoba, a quien acusó de estar “tramando una nueva liberación humanitaria”, y a que el propio Alto Comisionado para la Paz, Luis Carlos Restrepo, se opuso a cualquier intento de reanudación del intercambio humanitario que no partiera del Estado, un comunicado divulgado por las Farc trae buenas noticias para los familiares de los secuestrados. En aras de su aparente buena disposición hacia el canje humanitario, en enero se podría dar la liberación unilateral de tres agentes de policía y un soldado, seguida de las del ex gobernador del departamento del Meta secuestrado en julio de 2001, Alan Jara, y la del ex diputado a la Asamblea Departamental del Valle del Cauca secuestrado en abril de 2002, Sigifredo López.
El interlocutor escogido, no obstante la oposición del Gobierno y con seguridad por ello mismo, es la senadora Piedad Córdoba, quien anunció, de manera bien intencionada pero también provocativa, que el acompañamiento del presidente venezolano, Hugo Chávez, el mismo que condujo a la libertad de seis secuestrados hace un año, sería conveniente. La respuesta del Gobierno no se hizo esperar. El presidente Uribe, el día de ayer, se dirigió a la opinión pública para aclarar que no permitirá intervenciones de “personalidades internacionales” en la liberación de los secuestrados. Garantizará el proceso, sí y sólo sí, el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) se decide a participar.
Independientemente de qué camino sea el más adecuado, conviene poner de presente que es preciso jerarquizar las variables que están en juego. La libertad de los secuestrados, y nos rehusamos a apodarlos “rehenes” como lo exige el comunicado de las Farc, prima por sobre cualquier otra consideración gubernamental o de estrategia del grupo guerrillero. En temas humanitarios, como el que aquí se discute, la prioridad la tienen las víctimas. Si se acepta ese principio básico, cualquiera sea el actor que medie en la liberación debería ser aceptado, con prudencia, pero sin condicionamientos paralizantes.
Nadie niega que existe en la misiva una deliberada manipulación en la que se juega con las emociones de plagiados y familiares. Pero si las Farc desean ganar un espacio político, y en su misiva llegan al límite de proponer un gran pacto social que convoque a un diálogo de paz y termine en una asamblea nacional constituyente, qué importa si ello permite la libertad de quienes mueren en la mitad de la selva. El Presidente peca de arrogante al imponer constreñimientos y trabas que supeditan los intereses humanitarios a los éxitos militares.
Por lo demás, una liberación como la que se está discutiendo y en el contexto de un año plagado de conquistas militares, difícilmente riñe con la política de seguridad democrática. Es preciso romper con la peregrina idea de que la liberación de secuestrados es positiva si la ocasiona el Gobierno y se le puede apodar “rescate”, y negativa si proviene de otros ámbitos —incluidos los de la legítima participación de la sociedad civil—. En la carrera por una supuesta “victoria final” , facilitar liberaciones es una ganancia, no una pérdida. Es ejemplo fehaciente de cómo humanizar la guerra.