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Aunque en época de aparente posconflicto, la tragedia humanitaria no se remedia sustancialmente y, por el contrario, quienes sacaron provecho de la arremetida guerrillera y paramilitar continúan haciendo uso de tierras que nunca les pertenecieron o que, a lo sumo, adquirieron de manera irregular.
En donde anteriormente habitaban las comunidades negras, hoy existen cultivos de palma africana cuyo modelo empresarial, en más de una ocasión, ha sido bendecido e incentivado por el propio Gobierno nacional. La situación, sin embargo, es paradójica. Un primer informe del Instituto Colombiano de Desarrollo Rural, Incoder, publicado en marzo de 2005, sostuvo que el 93 por ciento de las siembras de palma que se encontraban dentro del Territorio Colectivo de Curvaradó eran ilegales. La Defensoría del Pueblo, en su Resolución Defensorial 039, denunció a su vez que cualquier extensión de la siembra de palma en Curvaradó debía cesar. En diciembre de 2006, el Incoder hizo explícito que seis títulos de propiedad presentados por personas afines al cultivo de palma tenían invalidez jurídica. Y el entonces ministro de Agricultura, Andrés Felipe Arias, señaló que 37.200 hectáreas les habían sido usurpadas a las comunidades afrodescendientes del Jiguamiandó y Curvaradó.
A la fecha, antes que la entrega de las tierras, los desplazados que deciden volver reciben amenazas. De hecho, una comisión especial que visitó el país el año pasado con el objetivo de revisar las medidas provisionales de protección de las comunidades, dictadas por la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en 2003, recibió testimonios sobre actos de violencia e intimidación perpetrados por parte de grupos ilegales y constató que los factores de riesgo persistían.
La contrarreforma agraria, de la que muchos hablan pero de la que poco conocemos a profundidad, cobra vigencia en departamentos como el Chocó y en casos como este de Jiguamiandó y Curvaradó en el que, aun a pesar de que el Gobierno ordenó la restitución de tierras, los intereses privados de unos pocos empresarios se siguen imponiendo.
Con todo, no es este un caso aislado. En otras regiones del país en las que los paramilitares ocasionaron desplazamientos, todo tipo de actores intervinieron para adquirir, por la fuerza o a precios irrisorios, tierras que les eran ajenas. Se sabe, aunque ello no quiera decir que las alarmas estén debidamente prendidas, que de cerca de 5,5 millones de hectáreas abandonadas, los paramilitares han entregado 6.600 hectáreas al fondo de reparación de víctimas, y 60 mil más a los desplazados. Según cifras divulgadas por la revista Semana, del total de las tierras usurpadas, solo un 1 por ciento ha sido devuelto. Y ello a pesar de que la violencia reciente ocasionó el desplazamiento de casi la mitad de la población del Litoral Pacífico.
Nadie se explica cómo un país puede salir de la violencia sin enfrentar problemas de tal envergadura. Se repite con insistencia que, acabadas las Farc, Colombia será otra. Y aunque con seguridad sería un mejor país, después de las desmovilizaciones de los paramilitares el escenario que estamos viviendo no puede ser el posconflicto y la era de las víctimas al que todos aspiramos. Una contrarreforma agraria como la que vive Colombia en la actualidad, sólo puede engendrar más violencia.