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Venezuela y la propiedad privada

EN SU ÚLTIMO PROGRAMA DOMINIcal Aló Presidente, Hugo Chávez hizo público el anuncio de expropiación de varios latifundios. Aseguró, de paso, que solamente el socialismo puede salvar a Venezuela.

El Espectador
15 de mayo de 2009 - 11:00 p. m.

En América Latina las razones para una verdadera redistribución de la tierra son ampliamente conocidas. Y justificadas. Es uno de esos temas usualmente defendidos en el discurso político, pero difícilmente materializado. En el caso de Venezuela, el debate agrario recobró importancia política por la llegada al poder de Hugo Chávez. No podría haber un proyecto que se denomine “revolucionario” que no haga de la distribución y tenencia de la tierra un elemento capital.

En un país con una alta concentración de la tierra (80% del área cultivable está en manos del 5% de los productores), su distribución llama a la justicia social. El replanteamiento de la tenencia y del uso de la tierra, por lo demás, hace parte del objetivo chavista de crear una nueva sociedad rural, sustentada en un modelo de desarrollo que garantice la seguridad alimentaria de la nación.

La Ley de Tierras y Desarrollo Agrario de noviembre de 2001, reformada en 2005, fue presentada por el Gobierno como un paso importante en la eliminación del latifundio y en la redistribución de tierras ociosas. El propósito, bastante loable, es el de impulsar la producción agrícola y el desarrollo rural. Los críticos la cuestionaron por no haber sido consultada con las distintas organizaciones sociales del país —surgió de las atribuciones de la Ley Habilitante que le da el Parlamento al Presidente para que legisle— y porque atentaba contra el derecho a la propiedad privada. La Ley de Tierras, no debe olvidarse, radicalizó la oposición antichavista, que se atrevió, en abril de 2002, a un golpe de estado. Por estos días Chávez afirma, en tono amenazante, que “no hay tierra privada”.

Toda reforma agraria enfrenta grandes retos. Quizá el más complejo es la escasa vocación agrícola de los venezolanos. Desde hace bastante tiempo, Venezuela dejó de ser un país rural y pasó a convertirse en uno altamente urbano y petrolero. Un Estado que, en épocas de bonanza, realiza importaciones masivas de alimentos.

Modificar una cultura campesina con tradición individualista y organizarla en grupos, en cooperativas de trabajo, es el objetivo del Gobierno. Queda por evaluar, insisten los más críticos, qué tan “revolucionarios” son en realidad el grueso de los venezolanos afines al proyecto político de Chávez. Acostumbrados, sostienen, a recibir subsidios del Estado sin mayor esfuerzo, el fracaso del modelo añorado parecería inevitable. Y ciertamente, puede decirse, están en lo cierto.

Muy probablemente no aumentará la producción y más de un predio será repartido, con bombos y platillos, por el propio Chávez. Cooperativas financiadas por el Estado con nombres de héroes nacionales y dirigidas por grandes líderes que no tienen conocimiento de producción agrícola, pero sí de política, serán la regla. Al final, se seguirá importando y en vez de un problema menos, los venezolanos tendrán uno más.

Paul Johnson mencionaba cómo ninguna de las ingenierías sociales practicadas en la historia ha tenido resultados perdurables. En la ingeniería social, nos dice el historiador inglés, “no se trata a los seres humanos como individuos, sino como masa, como granos de arena, hormigón, madera o acero”. La tarea colosal que tiene por delante Chávez, el deseo de avanzar en su socialismo, terminará, irremediablemente, enfrentado al deseo de libertad que define a todo ser humano.

Por El Espectador

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