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El exalcalde y de nuevo candidato Enrique Peñalosa argumenta que la conservación de la reserva Thomas van der Hammen en el borde norte de Bogotá es causa de la expansión urbana en la sabana, y redefine el concepto de corredor ecológico con algunas estructuras lineales de espacio público verde dentro del tejido urbano. Si a esa visión se le añade la decisión del Distrito Capital de excluir del suelo urbano la zona de adecuación en los cerros orientales, una parte del déficit de espacio urbano sería responsabilidad de la Bogotá Humana. Sin embargo, no parece aceptable que la respuesta esté necesariamente dada, como piensa el exalcalde, por el desarrollo de vivienda —aun con un muy buen urbanismo— para 1,5 millones de habitantes en las 5.000 hectáreas de la reserva. ¿Es este un callejón sin salida?
El dilema surge por una inadecuada escala espacial de análisis. Parece que la discusión se diera sobre una Bogotá que no existe, aquella circunscrita al suelo urbano de su propio POT. Porque la urbanización jalonada por la capital ya sucede en los municipios vecinos. La falta de una estructura institucional de gestión regional, sumada a las debilidades municipales y la especulación rentista, está llevando a la conformación de facto de una región urbana con pésimo urbanismo, sin consideraciones ambientales y vulnerable al cambio climático. Un nuevo aeropuerto al otro lado del río y las dobles calzadas aumentarán dicha urbanización.
La polémica reserva Thomas van der Hammen, que podría parecer excesiva para la Bogotá de hoy —se ha hablado del parque urbano más grande del mundo—, podría no serlo para una ciudad futura que abarque buena parte de la sabana de Bogotá. En este sentido, la visión ambiental actual de la sabana no es suficiente para afrontar su futuro urbano. Corta se quedó, en efecto, la visión de protección de la Ley 99 de 1991, según la cual se trata de un espacio rural forestal y agrícola. Ese carácter ecológico de interés nacional que le da la ley hay que reinterpretarlo para que en la región urbana se inscriba un proyecto ecológico hoy ausente. El tema no es, pues, crecer o no crecer, sino cómo y dónde, cuando lo que está en juego es la sabana de Bogotá.
Resulta urgente, por lo tanto, una visión de integración de lo urbano y lo rural, de lo natural y lo construido. Necesitamos tanto de una política urbana para la sabana como de una ambiental para la ciudad, que no deja de crecer. La concentración de conflictos socioambientales dentro de la ciudad, como La Conejera y la ALO, o las urbanizaciones en los cerros o el borde rural en Usme, podrían distensionarse con un diseño ecourbanístico regional, con asentamientos urbanos de calidad especializados e interconectados con una red de espacios naturales asimismo interconectados, es decir, una robusta infraestructura verde.
¿Qué tal, por ejemplo, unas 1.000 hectáreas para la restauración y creación de humedales asociados con el río Bogotá, y la protección de todos los cerros de la sabana? ¿Y una matriz de paisaje dedicada a la agricultura? No renunciamos a soñar con lo que podría ser uno de los mejores espacios urbanos y naturales del mundo. La naturaleza ya nos regaló el paisaje y la biodiversidad. Nos faltan imaginación, liderazgo e institucionalidad. Darle una bienvenida ecológica a la nueva sabana de Bogotá podría ser un paso en ese sentido.
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