Resume e infórmame rápido
Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Gaviria fue un abogado de mente prodigiosa, que dejó entrever su inteligencia (y su disciplina y su cariño por el saber universal) desde muy joven, cuando se dedicó al estudio obsesivo de la filosofía analítica de Bertrand Russell y la del lenguaje de Ludwig Wittgenstein, a quienes dominaba de forma magistral, sobre todo al aterrizarlos con facilidad al árido terreno de la teoría del derecho y el positivismo jurídico, cuestiones que a ambos pensadores les eran ajenas. En eso era un verdadero genio. Un maestro.
Sus estudiantes de derecho aún recuerdan la facilidad con la que, en muchas de sus conferencias en clases corrientes, hablaba de forma sencilla sobre la estructura de la norma jurídica kelseniana o los imperativos categóricos kantianos. Sus clases, por no irnos muy lejos en esos conceptos filosóficos y de teoría jurídica, eran todo lo que uno espera de la academia moderna: una construcción común del conocimiento, un debate nutrido por los mejores argumentos, una clase que deja preguntas abiertas y por resolver. Todo esto lo hizo desde un aula, un espacio que, solo, valdría muchísimo para la construcción de un país mejor. Pero ahí no paró Carlos Gaviria Díaz. Ese fue, digamos, un primer paso que logró hacer transversal durante toda su vida.
La gran obsesión que lo llevó a estudiar a Wittgenstein —como quedó consignado en un hermoso y completo perfil que le hizo Ana Cristina Restrepo para la Universidad de Antioquia— tenía adentro una pregunta básica sobre la conducta moral humana, sobre lo que está bien y lo que está mal. Esa inclinación por las preguntas más básicas que deben acompañar el recorrido de un ser humano por este mundo las mantuvo intrínsecas en su paso por la vida pública: una cuestión en la forma de hacer la política. En los métodos válidos para llevarla a cabo.
Pero vamos, también, al fondo. Porque si Carlos Gaviria fue un funcionario intachable en el terreno ético, también fue uno prodigioso en el tema de los derechos: ahí tenemos su legado, traducido en esas sentencias de cuando fue magistrado de la Corte Constitucional que son, sin irnos muy lejos, una parte fundamental del vanguardismo que, en términos jurídicos, acompaña el prestigio de esa institución. Valores, principios y derechos tan abstractos como la dignidad humana, la libertad o la igualdad quedaron cristalizados (y materializados de forma concreta) en esos fallos que eran, por demás, verdaderas obras maestras del pensamiento. Sentencias como la de “dosis personal” o de la “eutanasia” aún son citadas en diversos artículos y son, por demás, lectura obligatoria de quienes quieren entender esos ámbitos jurídicos de la vida humana.
Y así como fueron sus sentencias fue, también, su liderazgo político desde el Senado y desde su candidatura a la Presidencia (la más alta de la izquierda en la historia de Colombia): insoslayable, por supuesto. Hasta sus últimos días (hay que ver su última columna sobre mayorías y democracia publicada en este diario) quiso ayudar al entendimiento y la aplicación de un Estado Social de Derecho.
Carlos Gaviria fue un hombre de mente prodigiosa, de pensamiento liberal, de unas ideas progresistas que supo aterrizar para el bien de la ciudadanía y, sobre todo, que ayudó a la construcción de un país más decente. Su aspiración fue también la nuestra. Eso es lo que le debemos. Ese es el legado que nos deja.
Paz en su tumba.
Sus estudiantes de derecho aún recuerdan la facilidad con la que, en muchas de sus conferencias en clases corrientes, hablaba de forma sencilla sobre la estructura de la norma jurídica kelseniana o los imperativos categóricos kantianos. Sus clases, por no irnos muy lejos en esos conceptos filosóficos y de teoría jurídica, eran todo lo que uno espera de la academia moderna: una construcción común del conocimiento, un debate nutrido por los mejores argumentos, una clase que deja preguntas abiertas y por resolver. Todo esto lo hizo desde un aula, un espacio que, solo, valdría muchísimo para la construcción de un país mejor. Pero ahí no paró Carlos Gaviria Díaz. Ese fue, digamos, un primer paso que logró hacer transversal durante toda su vida.
La gran obsesión que lo llevó a estudiar a Wittgenstein —como quedó consignado en un hermoso y completo perfil que le hizo Ana Cristina Restrepo para la Universidad de Antioquia— tenía adentro una pregunta básica sobre la conducta moral humana, sobre lo que está bien y lo que está mal. Esa inclinación por las preguntas más básicas que deben acompañar el recorrido de un ser humano por este mundo las mantuvo intrínsecas en su paso por la vida pública: una cuestión en la forma de hacer la política. En los métodos válidos para llevarla a cabo.
Pero vamos, también, al fondo. Porque si Carlos Gaviria fue un funcionario intachable en el terreno ético, también fue uno prodigioso en el tema de los derechos: ahí tenemos su legado, traducido en esas sentencias de cuando fue magistrado de la Corte Constitucional que son, sin irnos muy lejos, una parte fundamental del vanguardismo que, en términos jurídicos, acompaña el prestigio de esa institución. Valores, principios y derechos tan abstractos como la dignidad humana, la libertad o la igualdad quedaron cristalizados (y materializados de forma concreta) en esos fallos que eran, por demás, verdaderas obras maestras del pensamiento. Sentencias como la de “dosis personal” o de la “eutanasia” aún son citadas en diversos artículos y son, por demás, lectura obligatoria de quienes quieren entender esos ámbitos jurídicos de la vida humana.
Y así como fueron sus sentencias fue, también, su liderazgo político desde el Senado y desde su candidatura a la Presidencia (la más alta de la izquierda en la historia de Colombia): insoslayable, por supuesto. Hasta sus últimos días (hay que ver su última columna sobre mayorías y democracia publicada en este diario) quiso ayudar al entendimiento y la aplicación de un Estado Social de Derecho.
Carlos Gaviria fue un hombre de mente prodigiosa, de pensamiento liberal, de unas ideas progresistas que supo aterrizar para el bien de la ciudadanía y, sobre todo, que ayudó a la construcción de un país más decente. Su aspiración fue también la nuestra. Eso es lo que le debemos. Ese es el legado que nos deja.
Paz en su tumba.
Por El Espectador
Temas recomendados:
Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación