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Cuestión de minorías

Quince días sin comer llevan siete novilleros plantados frente a la Plaza de Toros de Santamaría, en Bogotá.

El Espectador
20 de agosto de 2014 - 04:34 a. m.
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Protestan porque, en vez de morir en una huelga de hambre, quieren arriesgar su vida luchando contra un toro, acompañados por los aplausos del público. Y no pueden ejercer su oficio porque el alcalde de la ciudad, Gustavo Petro, insiste en que mientras él dirija el Distrito no habrá tauromaquia en la ciudad. No habrá “espectáculos que giren alrededor de la muerte”, como ha dado en calificar esta práctica.

Mucho es lo que se ha hablado de las corridas de toros en este país: antitaurinos y taurinos califican la muerte del toro de una forma muy distinta. “Tortura animal”, la llaman los unos; “arte”, la llaman los otros. Y por esa zanja irreconciliable, el debate continúa sin un punto de encuentro: “degradación” del toro y “enaltecimiento” del toro. Y así. No queremos entrar a terciar en un debate que no pareciera encontrar un futuro conciliado sino irnos al punto realmente importante de esta discusión: el derecho de las minorías a asistir a un espectáculo cultural en contra del deber que hay en el Estado de proteger a los animales.

Cogidos ambos bandos de uno u otro principio, justifican su causa propia. Pero esa discusión debe llenarse de matices apropiados. Lo debido es esperar el fallo de la Corte Constitucional que, anunciado para esta semana, pondrá fin a la discusión teórica. Ojalá así sea: que la Corte sea clara y contundente y despeje las dudas. Por demás, el precedente que fijó en el pasado parece bastante claro. Mal haría en salirse de ahí.

El toreo, así como otras manifestaciones que usan a los animales para la diversión del hombre, es una práctica que incluye el sacrificio del animal: muchas veces brutal, sanguinario, que hace sufrir al toro de una forma visible y explícita. Circulan hace años imágenes que recalcan esa evidencia. Esta actividad, al mismo tiempo, constituye una herencia de España que en Colombia se volvió la tradición de un sector minoritario: los que van a las corridas son pocos. Pero existen. Son parte de una minoría que entiende y ve este espectáculo como una forma de arte. Y asisten, puntuales, a cada evento que se organiza a lo largo del año. Tradición es, no hay duda.

Por eso es que la prohibición luce tan mal enfocada: ¿por qué prohibir algo que una minoría aprecia como forma de arte? ¿Por la protección a los animales? ¿No está contemplado en la ley colombiana que existen excepciones al maltrato animal, como las corridas de toros o el rejoneo? La Corte Constitucional ha sido muy clara diciendo que sí, que esas actividades constituyen excepciones a la regla. Como todo lo que existe en el mundo de las normas jurídicas, el deber de proteger a los animales no puede verse como una entidad de valor absoluto. Tiene sus límites. Hay cotas para poder meterlo al lado de otras regulaciones.

Si el alcalde Petro quiere convertir la plaza de toros en un recinto en el que se promueva otro tipo de espectáculos, perfecto. Pero que no margine la actividad para la que fue concebida y que aún es tradición en la capital.

Podemos estar o no de acuerdo con las corridas. Ese no es el punto. Al margen de lo que piensen promotores o detractores, hay algo en juego: la libertad de hacerlas. Un terreno tan complicado como este es el más olvidado cuando se dan las gestas políticas que pretenden acabar con la práctica. La libertad debe primar por encima de las creencias filosóficas de un funcionario o de una mayoría. Por eso es que someterlo a consulta, como pretende el mandatario, es un absurdo democrático.

Prohibir no es la salida para una conducta social que nos parezca reprochable. Las corridas, incluso, podrían desaparecer por sí solas. Pero no a las malas.

Por El Espectador

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