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La primera sentencia condenatoria por el caso de discriminación contra Sergio Urrego sigue confirmando cómo en el colegio Gimnasio Castillo Campestre se llevaron a cabo actuaciones motivadas en los prejuicios y que afectaron directamente el bienestar del menor de edad. El país sigue en mora de implementar los correctivos en el sector educativo para que nunca más tengamos que repetir tragedias similares.
Desde que se dio a conocer la historia de Sergio Urrego, en Colombia empezó una discusión sobre la necesidad de garantizar que los colegios sean espacios seguros para todos los estudiantes, incluyendo aquellos con orientaciones sexuales diversas. No obstante, voces como la del entonces procurador, Alejandro Ordóñez, cuestionaban los hechos del caso, y hace poco vimos marchas en contra de una de las órdenes de la sentencia de la Corte Constitucional por la discriminación contra Urrego. El sentimiento en esa oposición al cambio es que no es necesario tratar el tema de la diversidad sexual en los espacios educativos y que este caso ha sido exagerado con fines políticos. Lo ocurrido el miércoles demuestra lo contrario.
Mediante la firma de un preacuerdo con la Fiscalía, Rosalía Ramírez, veedora del colegio Gimnasio Castillo Campestre, aceptó su responsabilidad en los delitos de actos de discriminación agravada y ocultamiento de elemento material probatorio. Según los hallazgos del ente investigador, fue ella quien le impuso un memorando a Sergio Urrego después de que se conociera una foto en la que el joven estudiante de 16 años aparecía dándose un pico con un compañero de su salón de clases. También se comprobó que ella amenazó a Urrego y a su pareja para que les dijeran a sus papás sobre su orientación sexual. Ramírez reconoció que, una vez comenzaron las investigaciones por lo ocurrido con Urrego, se borraron los archivos donde se encontraban las amonestaciones y los memorandos en contra del estudiante, y la exigencia de que fuera a un psicólogo para tratar su condición sexual. Por estos hechos, la jueza 39 de conocimiento avaló el preacuerdo y la condenó a 27 meses de prisión domiciliaria.
Más allá de la sentencia, necesaria, y de lo que eso significa en los casos de la rectora del colegio, Amanda Azucena Castillo, y la psicóloga Ivonne Cheque, ambas involucradas directamente con lo ocurrido con Urrego, nos parece importante que la administración de justicia diga eso que las otras instituciones del Estado han dicho con timidez y, recientemente, no han querido repetir: que allí donde haya discriminación entrará la autoridad a proteger a los marginados, que los prejuicios no pueden ser el modo normal de nuestras relaciones como sociedad.
Por supuesto, el sistema penal es y debe seguir siendo el último recurso, el que llega demasiado tarde, cuando el daño ya es irremediable. Esta sentencia no significa nada ni servirá como homenaje a la memoria de Urrego si seguimos posponiendo las conversaciones difíciles pero urgentes sobre cómo enseñar a respetar y proteger la diversidad en los colegios. Lo más frustrante de este y tantos casos análogos es que son los maestros y las directivas, aquellos supuestamente comprometidos con la educación de los niños, quienes se convierten en sus verdugos. La solución cómoda es asumir que el matoneo es un problema generalizado y que no deben tomarse medidas particulares. Pero eso es ocultar todas las conductas que, como han sido normalizadas por una historia de complicidad con la discriminación, pasan inadvertidas. Eso fue lo que ocurrió contra Urrego: una cadena de atropellos administrativos de personas que creían estar haciendo lo correcto, cuando en realidad estaban buscando silenciar a un joven brillante. Nos repetimos: no queremos más sergios urregos. Cambiemos, cuanto antes, la forma como educamos a nuestros niños, para ver si logramos, de una vez por todas, construir una Colombia para todos, no para las mayorías.
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