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La paz, el hecho de armarla a muchas manos, pasa por miles de intermediarios que son, en la mayoría de las ocasiones, ajenos a las sociedades: hablamos, por supuesto, y solo por nombrar unos cuantos ejemplos, del hermetismo con que se negocia, de los debates públicos que giran alrededor de ella (a veces demasiado complejos) y también de la juridización extrema de los términos en los que se entiende y se discute. Mucho de todo esto, también, hace referencia a la guerra como realidad presente más que a la paz como eventualidad. El brazo del arte, sin embargo, es comprensivo, mucho más útil, bastante más cercano al corazón humano.
El proceso de paz que se negocia en Cuba entre el Gobierno y la guerrilla de las Farc es un gesto de voluntad política para llegar a un acuerdo sobre cosas fundamentales y prácticas. Es un paso, sí, muy importante, pero apenas uno de los varios que hay que dar. Mucho es lo que han hablado quienes saben de las dimensiones que tiene la paz: no se trata solamente del silenciamiento de los fusiles y de los pactos políticos y jurídicos que de allí emanen. La paz es un estado mucho más avanzado que requiere la reconciliación de la sociedad misma y la consecución efectiva y material de un derecho consignado en la Constitución. Por más esfuerzo que haya en las políticas públicas (incluso en un mundo ideal, donde todas ellas sean diseñadas bajo estrictas normas y objetivos), es bastante lo que hay de ahí al tramo final: ese de la aceptación pública y la asimilación individual. La paz es una cuestión profunda, de hondo calado, difícil de lograr. Uno de esos pasos se da (como hemos podido vivirlo con muchos procesos de reconciliación en sociedades diversas) a través del arte.
No se trata, claro, de imponer una forma de arte. Se trata de mostrarlo, de darle un énfasis al que ya existe: es importante apreciar, por ejemplo, lo que el conflicto armado en Colombia y sus múltiples secuelas han servido para crear obras que no solamente dan cuenta de él, sino que también reconstruyen la realidad alrededor suyo, la relatan de otra forma dando a veces soluciones inesperadas e impensadas por parte de quienes diseñan las políticas públicas.
Mil veces hemos dicho en este espacio que la sociedad debe llenarse de manifestaciones de distinto tipo para poder acercarse al tema de la paz. Esta va, claro, mucho más allá de lo que se decida en una mesa de negociaciones en la que discuten principalmente dos actores. Los medios, en la mayoría de las ocasiones (nosotros incluidos), caemos en narrar esa exclusiva parte de la historia. Estas dos semanas servirán para dar cuenta de esa otra realidad.
Desde ayer hasta el 12 de abril se lleva a cabo la Primera Cumbre Mundial de Arte y Cultura por la Paz, que tendrá la presencia de 109 invitados de 37 países, 354 de acá —provenientes de todas las regiones del país—, 150 procesos artísticos y culturales y 15 líderes indígenas, como puede leerse en la página de la Secretaría Distrital de Cultura Recreación y Deporte. Será, entonces, el evento en el que la sociedad podrá asistir a distintas manifestaciones: teatro, cine, música, fotografías, crónicas... Un encuentro de varias miradas que ayudarán, sin duda, a aterrizar lo que los informes y las ruedas de prensa y las declaraciones y los debates consignan. Construir una cultura de paz es imperativo para esta sociedad: es hora de abordar sus otras perspectivas.