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El Gobierno nacional ha enviado la inequívoca señal de que las bandas criminales (bacrim) son una amenaza mucho mayor de lo que se venía admitiendo en público. La nueva directiva del Ministerio de Defensa para combatirlas, presentada por el ministro Luis Carlos Villegas el viernes último, da la tranquilidad de que el problema se está atendiendo con la seriedad necesaria, pero también introduce preguntas sobre las implicaciones de utilizar recursos de guerra más contundentes.
La directiva 15 del 2016 establece que, de ahora en adelante, la Fuerza Pública —ya no solo la Policía— podrá usar toda la “fuerza del Estado, sin excepciones”, para combatir a las tres bandas criminales más poderosas del país: el clan Úsuga, los Puntillos y los Pelusos. Eso significa que se autoriza el uso de la fuerza letal en el marco del Derecho Internacional humanitario (DIH) contra estos grupos, lo que en la práctica implica que se puede bombardear a estas estructuras criminales.
Sustentando lo anterior, hay un cambio no menor en el lenguaje empleado para referirse a las bandas criminales. La directiva las nombra como “grupos armados organizados”, modificación que se dio, según Villegas, porque estos grupos han alcanzado una organización armada que les permite “generar niveles de violencia que supera las tensiones y disturbios normales”. Ya era hora de reconocer lo evidente. Seguir fingiendo que se trataba de unos cuantos criminales daba la sensación de un Gobierno sin la vehemencia necesaria para atacar uno de los principales peligros para la seguridad actual de los colombianos y para el éxito del posconflicto.
Aunque en la misma presentación de la directiva el ministro Villegas dijo que las bandas criminales “hoy son unos bandiditos que producen miedo”, la nueva estrategia las introduce en el lenguaje del DIH, que es la reglamentación de lo que puede y no puede hacerse en contextos de conflicto armado. Sobre eso hay varias preguntas que pueden plantearse.
Primero, ¿en realidad utilizar bombardeos es un método de lucha útil para atacar a las bacrim? Según se sabe, estas organizaciones tienen una presencia mucho más urbana que, por ejemplo, las Farc, contra las cuales esta estrategia ha dado resultados. ¿No aumenta eso la posibilidad, de emplearse bombas, de causar graves daños colaterales? ¿La influencia dispersa de las bacrim no implica precisamente que combatirlas requiere operaciones de naturaleza distinta a las de un conflicto armado? ¿O este anuncio tiene más vocación de calmar a la opinión pública que de implicar triunfos puntuales contra los objetivos militares?
Segundo, ¿la aplicación del DIH implica que el Estado colombiano está reconociendo en las bacrim mencionadas las características necesarias para ser consideradas “parte” de un conflicto armado interno? Villegas insiste que “en Colombia no hay paramilitares, en Colombia hay mafia y hay crimen organizado”, pero, más allá de su definición de “paramilitares”, el lenguaje empleado en la directiva propone una amenaza mucho mayor que una mafia. ¿Se está acaso empezando a construir un camino jurídico para darle legitimidad a una eventual negociación con los líderes de las bacrim? Puede, por supuesto, que esto sea leer demasiado entre líneas, pero un Estado no bombardea a cualquier delincuente y son preguntas válidas en el contexto nacional actual.
Estamos de acuerdo con el Ministerio en que es fundamental solucionar de manera contundente el problema que representan las bacrim. Uno de los puntos más complicados en La Habana para construir confianza en un eventual posconflicto ha sido cómo asegurará el Estado que los desmovilizados no sean exterminados por estos grupos. Por eso, esta directiva es bienvenida, así como sería muy bien recibida una solución que implique el sometimiento a la justicia de los miembros de estas organizaciones. Esperamos que este cambio traiga resultados pronto y que no se quede en declaraciones mediáticas.
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