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El primero quería cerrar el borde norte de la ciudad con una vía rápida paralela al río Bogotá, circunscribiendo unas 5.000 hectáreas, para el desarrollo de toda una ciudad-suburbio audaz y de gran calidad ambiental y alto costo. Una ciudad soñada. Para algunos, al menos.
El argumento es el déficit que tiene la ciudad de suelo urbanizable, situación hoy solo parcialmente resuelta dentro de la ciudad con el actual POT en discusión. La gran avenida longitudinal de occidente —ALO— llegó a tener licenciamiento con el requerimiento de adquirir unas 28 hectáreas para la compensación ambiental en la zona del Bosque las Mercedes –último relicto de lo que fue el bosque en la parte plana de la Sabana– y cercano al humedal La Conejera.
Tuvo mala suerte el exalcalde porque el proyecto encontró oponentes. Académicos y ambientalistas lograron que el entonces ministro de Medio Ambiente, Juan Mayr, convocara una comisión de expertos, quienes reconocieron los argumentos ambientales y recomendaron la creación de una reserva que, por ser en suelo rural, quedaba en manos de la CAR. La autoridad ambiental, bajo presión, la definió finalmente en la figura “reserva forestal protectora-productora”, y hoy se formula su plan de manejo. ¿Gana la ciudad un gran espacio verde para el beneficio de todos? Sí, pero solo en el papel lamentablemente.
Para el exalcalde Peñalosa se trata de una absurda decisión, pues argumenta que se ha declarado una reserva forestal en una zona que no tiene árboles, o que tiene muy pocos. Argumento extraño en un urbanista: el Central Park en Nueva York, el Golden Gate en San Francisco o el Boulogne de París (tal vez bien lo sepa), se crearon en zonas deforestadas. Los árboles, con diseño y suficiente inversión, pueden crecer. En el caso que nos ocupa, la falta de visión de lo que podría ser un gran parque urbano, que no han entendido ni Peñalosa ni la CAR, está a punto de convertirse en un simple embeleco burocrático.
Con excepción de las 48 hectáreas mencionadas del Bosque de Las Mercedes, que no debería desaparecer en su identidad de Santuario Natural, y mínimas pequeñas zonas de conservación, el resto de la zona es de potreros, dotaciones institucionales, algo de desarrollo urbano y algunos clubes deportivos. Es decir, muy poco para un parque natural urbano.
La categoría de reserva definida por la CAR, a lo sumo, puede incorporar algunas restricciones ambientales en un territorio en donde, por mucho que se logre detener la urbanización, seguirá siendo lo que es hoy: primordialmente, potreros de kikuyo. No queda garantizada la creación del gran parque natural urbano que soñamos.
Para tenerlo, lo primero que se requeriría es la adquisición de la tierra. El asunto es si estamos dispuestos a pagarlo. Podría usarse una parte del 1% que la ciudad debe invertir en conservación de los ecosistemas que soportan el ciclo del agua en un programa de largo plazo. Luego vendría la etapa de diseño de lo que podría ser uno de los más importantes parques urbanos de Colombia. Medellín lo hizo.
Mientras tanto, aquí el mal urbanismo sigue creciendo en la Sabana, y Bogotá pierde la oportunidad de tener un verdadero parque urbano que integre los cerros orientales con el Humedal la Conejera y el río Bogotá. Sería un regalo histórico para Bogotá en sus 750 años. Si no es así, la reserva norte de Bogotá como reserva “protectora-productora” no hará honor al nombre de su inspirador, el naturalista nacionalizado que trajo al país el concepto de Estructura Ecológica Principal, y que fue incorporado en el POT de Bogotá. Aquí, como dice el dicho, “matamos el tigre y nos asustamos con el cuero”.