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Una vez más, el terror muestra su rostro amargo y es necesario preguntarnos si en nuestras sociedades estamos sembrando las semillas que desencadenan, con la manipulación adecuada, las tragedias que nos tienen que doler a todos por igual. Dirán que la matanza en Orlando, Florida, es un éxito mezquino más de esa organización terrorista conocida como el Estado Islámico. Y es cierto. Pero el discurso de los violentos tiene raíces mucho más cercanas.
A las dos de la mañana del domingo pasado, Omar Mateen, un ciudadano estadounidense, parqueó su van afuera de Pulse, una reconocida discoteca gay de Orlando. Llamó al 911, línea de emergencia de ese país, y declaró su fidelidad al Estado Islámico. Después, con un rifle de asalto AR-15, una pistola y muchas balas, entró disparando al lugar. Mensajes de texto enviados por las víctimas evidencian el pánico que causó y cómo esculcó el lugar para cobrar más vidas. Cuando la Policía lo detuvo, también matándolo, contamos 50 personas muertas y otras 53 heridas. La mayor masacre en la historia de Estados Unidos. Un ejemplo más de la sangre que hemos visto derramar en distintas ciudades del planeta.
El padre de Mateen pidió disculpas, dijo no entender lo ocurrido y contó que hace unos meses su hijo se había mostrado muy molesto al ver a dos hombres besándose. El presidente Barack Obama lo dijo más claro: “El lugar del ataque era más que una discoteca. Era un lugar de solidaridad y empoderamiento”. Porque, en palabras de Marcel Proust, “los homosexuales son en cada país una colonia extranjera”, y pese a los avances recientes y las reivindicaciones progresistas, la persecución en su contra continúa.
No hay mayor ejemplo de que el prejuicio mata que lo ocurrido en Orlando. Argumentarán, quienes no quieren ver más allá de lo obvio, que se trataba de una persona con problemas en la cabeza, una presa fácil de una maquinaria que supo secuestrar la doctrina de una religión y la implementa para radicalizarla. Es cierto. No sobra repetirlo: el Estado Islámico no representa a los millares de musulmanes del mundo que profesan la paz. Pero aquí hay algo más.
Hablemos de Colombia. Esa incomodidad que sintió Mateen al ver una pareja gay es muy similar a la que muchos colombianos han verbalizado en los debates recientes sobre los derechos de las personas LGBT. Los voceros de las iglesias no dudan en decir que las personas homosexuales son, en los peores casos, aberraciones de la naturaleza y, en los mejores, pecadores que necesitan buscar la redención. Los políticos sustentan sus proyectos y sus votos en “estudios científicos” que insinúan la falta de idoneidad moral de estas personas. El procurador Alejandro Ordóñez se lamenta de que la Corte Constitucional sepulta la Constitución y destruye la familia al decir que ellos también pueden formar proyectos de vida juntos.
Eso no es lo mismo que agarrar un rifle y salir a matarlos, por supuesto. No estamos en ningún momento insinuando eso. Pero sí es compartir el mismo contexto ideológico con los radicales. Es decir, a veces en voz baja y con sutileza, que hay algo “malo” con “ellos”, los “diferentes”. Es ejercer una presión invisible que margina y tortura. Es otro tipo de violencia. ¿Y todo por qué? ¿Cuál es el crimen de los homosexuales? ¿Querer a alguien del mismo sexo?
Es momento de rechazar el terrorismo, sin duda. Pero también es momento de que todos revisemos nuestros discursos. El prejuicio vive muy cerca.
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