Fechas fatales

Sorprendidos quedamos todos cuando el jueves de la semana pasada la Alianza Verde propuso poner en las urnas de octubre próximo —al lado de los tarjetones que eligen alcaldes, gobernadores, concejos, asambleas y juntas locales— una “papeleta” extra que fije, al sentir y calor de la voluntad popular, un plazo al proceso de paz. Que le ponga fecha a la puesta del cerrojo.

El Espectador
21 de junio de 2015 - 02:22 a. m.

Un día límite requerido una y otra vez por distintas voces de una opinión pública que, por cierto, cada vez se siente más insatisfecha con los resultados que desde La Habana, lejos de aquí (lejos de los bombardeos y las voladuras de torres de energía), se anuncian a bombo y platillo. 
 
Vemos esta petición como eso: como la muestra de una insatisfacción creciente, que no encuentra sosiego ante los distintos partes positivos. Algo tan importante como la creación de una comisión de la verdad, luego de firmar el fin del conflicto (planeada desde ya con finura quirúrgica), no hizo mella: dan más para hablar los actos de la guerra, que sigue derecho. Y eso preocupa: es la sociedad la que en últimas aprueba o no lo que se discute a puerta cerrada en Cuba. Vemos la “papeleta” como una exigencia al proceso. Como una forma de involucramiento de la sociedad. 
Con todo nos parece, sin embargo, una forma errada de hacerlo: un cuarto cerrado que no le da oxígeno suficiente a las conversaciones. 
 
Podríamos irnos cerquita en el tiempo y recordar la experiencia de El Caguán, cuando la misma guerrilla negociaba en un territorio despejado con el gobierno de Andrés Pastrana: ¿cuántos plazos perentorios hubo? ¿Cuántas prórrogas de ellos? ¿Cuántos momentos ridículos de crisis alrededor de la fecha fatal? La sumatoria de lo uno con lo otro llevó al proceso a una crisis de legitimidad, sólo agravada por el evidente irrespeto de las Farc con él. ¿Repetimos la historia? 
 
De hecho, pensemos la cosa, al menos un instante, bajo la perspectiva  de una política pública, y hagamos preguntas más adecuadas: ¿qué hacemos al otro día, cuando se llegue a incumplir la fecha fatal? ¿Desinstalamos la mesa de negociaciones y abandonamos el camino recorrido? ¿Prorrogamos, mejor? ¿Insistimos en dar un paso más? ¿Regresamos a la guerra a ver si un envión nos da el parte de tranquilidad? 
 
La propuesta, en últimas, es algo inexistente en la mayoría de  procesos de paz que se han hecho en el mundo: una fecha fatal es un condicionamiento arriesgado, acaso temerario. Las conversaciones tienen tiempos largos, sobre todo, para que en la marcha pueda corregirse el camino. Para que quepan retrocesos. Hacerlo de afán, atendiendo a la llegada de un día perentorio, podría llevarlo a que cualquier crisis haga trizas lo avanzado. 
 
Ahora bien, la sociedad sí debe integrarse de forma más activa al proceso de paz y sus resultados, que hoy le resultan tan ajenos. Esto se traduce en estrategias efectivas de comunicación (el hermetismo, tan útil al principio, hoy parece ser su verdugo), en creatividad de ambas partes, pero sobre todo en rendición de cuentas: la ciudadanía debe sentirse capacitada para exigirlas y resolver sus preguntas. En la mesa deben entender que no hay carta blanca para avanzar al ritmo que exija la negociación allá,  tener plena conciencia del ambiente de opinión que evoluciona aquí y actuar en consecuencia. 
 Esto último abriría oportunidades. Lo primero, muy probablemente, las cerraría.
 
 
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Por El Espectador

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