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Se trataba de trazar un mapa que ayudara a rastrear el perfil de los investigadores, lo que producen, cómo lo hacen, cada cuánto, qué talento humano ayudan a formar... Cosas así. Esto sirve, sin duda, como un insumo importante para generar políticas públicas que beneficien a la comunidad científica: sólo conociendo un tema es posible regularlo.
El desarrollo de esta convocatoria duró cerca de un año y a ella acudieron 5.836 grupos de investigación en todo el país (universidades incluidas). Finalmente, como colofón de la iniciativa clasificaron 3.898, que cumplieron cabalmente con los requerimientos exigidos. Podríamos irnos al detalle y señalar hechos más específicos: las categorías van desde A1, A, B y C hasta D. Una clasificación. Digamos, también, una especie de reconocimiento a quienes se pasan la vida indagando cosas.
El camino para llegar allí, sin embargo, estuvo marcado por tres obstáculos que vale la pena resaltar en este espacio. El primero fue la queja reiterada (aunque vuelta una cifra menor por parte de Colciencias) de algunos representantes de las ciencias humanas: el principal cuestionamiento es que esta convocatoria tiene en cuenta requisitos estrictos, aplicables exclusivamente a las ciencias duras: “los criterios actuales desconocen la naturaleza de la investigación en humanidades, empleando modelos tomados de las ciencias exactas que no son relevantes para las disciplinas humanísticas y, como consecuencia, imponen parámetros de evaluación que resultan sesgados”, dijeron los líderes de cinco grupos de investigación del Departamento de Humanidades y Literatura de la Universidad de los Andes que se sumaron a la queja del Departamento de Literatura de la Universidad Nacional. O, dicho mejor, se aplican a todas las ciencias los patrones que miden sólo unas cuantas.
El segundo es la queja por el papeleo excesivo. Dicen los que se negaron a participar que se desperdiciaba mucho tiempo en trámites engorrosos, difíciles de cumplir y, en la mayoría de los casos, estériles. Prueba de ello, como lo documentó la periodista Lisbeth Fog, es el testimonio de los que sí aceptaron los términos de la convocatoria: debieron lidiar con 150 páginas de instrucciones. Y, si tenían dudas, los científicos se quedaban aún más desconcertados con lo que Colciencias les respondía. Algunas universidades, incluso, debieron contratar equipos de “personal especial” para conseguir soportes y requisitos. Mucha burocracia, que se traduce, al menos en palabras de Alejandra Jaramillo, directora del Departamento de Literatura de la Nacional, en partir del principio de mala fe. Probar lo ya publicado, mejor dicho, mientras corre el tiempo en que podrían estar investigando.
Lo último es que este ejercicio de reclasificación reivindica el viejo principio de la academia “publica o muere”. “Muere”, en efecto, aquel investigador que desde hace un tiempo no publica y que ha asumido labores de dirección en la investigación o que se ha vuelto un maestro en su campo para compartir un saber de manera, ahora, un poco más operativa. Y “muere”, por demás, quien no alimenta de manera constante una base de datos, sobre todo de artículos de revistas internacionales.
“Todos los modelos son simplificaciones de la realidad”, dice Alejandro Olaya, subdirector de Colciencias. Tiene razón. Pero el modelo tampoco hay que hacerlo tan corto: pierde su naturaleza útil y verdaderamente descriptiva.