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Ya no son solo los mil y un problemas endémicos que viene padeciendo el país, económicos, sociales, de corrupción, de inseguridad, de represión y autoritarismo, sino que ahora se le suma la rebelión dentro de sus propias filas. Una cosa era Venezuela bajo la batuta del carismático líder Hugo Chávez, y otra con un sucesor que ahora enfrenta un motín a bordo.
La frase pronunciada por Maduro hace un par de días, en un fuerte discurso dirigido a las bases y a la dirigencia del PSUV, es una carga de profundidad de alcance insospechado: “Nada ni nadie nos va a sacar del trabajo que nos dejó el comandante Chávez, (…) ni la derecha golpista ni la izquierda trasnochada”, refiriéndose a unos “desleales” que “cuando fueron ministros, fracasaron toditos”. Tome y lleve, pues, como dicen.
El principal destinatario de los dardos del enfurecido mandatario es nada menos que Jorge Giordani, el superministro que desde distintas carteras manejó con ortodoxia marxista el desastre económico al que hoy se ve enfrentado el país. El Monje, como lo llaman en el país vecino por su ascetismo y vida dedicada a la docencia, fue descabezado la semana pasada por orden del propio Maduro. La jugada fue interpretada como un timonazo de última hora para reencauzar la maltrecha economía, a pesar de que los arrecifes de la realidad hace rato tienen el barco de la revolución haciendo agua por todos lados. Tanto el discurso de Chávez como el de Nicolás Maduro han coincidido en buscarle flojas explicaciones a lo obvio: toda la culpa de los problemas de desabastecimiento e inflación es producto de la oligarquía, de la derecha golpista y del imperialismo, que buscan desestabilizar al país.
Giordani, al ver su cabeza rodar, decide prender el ventilador y en una carta de cerca de 20 páginas se vino lanza en ristre, especialmente contra el actual presidente, para acusar al gobierno de falta de liderazgo y toma de decisiones, de cohonestar la corrupción florecida al amparo del discurso de la Revolución, del gasto público indiscriminado y un largo etcétera. Lo paradójico es que el directo causante del desmadre económico durante 15 años no acepte ningún tipo de responsabilidad y, sacando en limpio a Hugo Chávez, arremeta con toda la artillería posible contra su sucesor en Miraflores.
De ahí la respuesta contundente de Maduro y su llamado urgente a que haya “definiciones” dentro de las huestes chavistas. El conteo de quienes le siguen seguramente lo va a favorecer en el corto y mediano plazo, en la medida en que es la cara visible del poder y, por ende, quien asigna los miles de millones de dólares que ingresan por concepto del petróleo. Una parte de los cuales, no se pone en duda, han ido a programas sociales que han hecho mejorar los indicadores en este campo, y así se sustentan en medidas asistencialistas respaldadas los petrodólares. Sin embargo, es evidente que ya se les agotó el discurso de la conspiración permanente desde afuera y que más bien hay que buscar dentro del propio gobierno, y sus beneficiarios —la llamada boliburguesía— en dónde radican las causas del fracaso.
Mientras tanto, en lo político, siguen las cosas de mal en peor. La intransigencia del chavismo dio al traste con la buena voluntad de un sector de la oposición de adelantar un diálogo constructivo. Leopoldo López y otros opositores continúan encarcelados o en trance de serlo. De María Corina Machado, valiente crítica del régimen, se puede disentir en algunos temas, pero de ahí a acusarla de participar en un magnicidio junto a Pedro Burelli y otras personas sobre la base de pruebas forjadas, no suena más que a un burdo montaje.
Con este panorama, y en vez acentuar el talante autoritario del Gobierno en el país vecino, hace bien el presidente Maduro en poner orden en casa. Lo grave es hacerlo de forma equivocada. Busca chivos expiatorios en uno u otro bando sin reconocer los muchos errores cometidos y así comenzar a enmendarlos, partiendo de la base de un verdadero diálogo con una oposición que representa casi la mitad de los venezolanos.