Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
El caso de discriminación a una empleada doméstica en el Club Naval de Cartagena, donde sólo se permite la entrada de miembros de la Armada Nacional y sus familias, no sólo es un amargo recordatorio del camino que falta por recorrer para disminuir las desigualdades arraigadas en el clasismo de la sociedad, sino que evidencia la dañina y errada actitud que las instituciones (privadas y públicas) adoptan cuando son derrotadas en los tribunales por casos que involucran derechos fundamentales. La respuesta de la Armada Nacional a este escándalo es una oportunidad perdida en un país que necesita entender que las decisiones judiciales, más aún las que buscan darle vida a la Constitución, no son un juego donde alguien gana y otro pierde, sino que son apuestas por la construcción de un mejor país.
Carmen Beltrán Pájaro, trabajadora doméstica, estaba acompañando al hijo de su jefa a un cumpleaños que se celebraba en el Club Naval. Sin embargo, en la entrada, el portero del lugar le advirtió que en el reglamento prohibían la entrada de las empleadas domésticas. Es importante aquí un detalle: a renglón seguido de esa regla, se censuraba el ingreso de mascotas. Seguimos: Beltrán insistió en entrar para no dejar desatendido al menor de edad, pero una vez dentro del Club, un cadete (¡!) se le acercó a recordarle la normativa. Finalmente, un directivo del lugar le comunicó la prohibición a la anfitriona de la fiesta, quien a su vez llamó a la jefe de Beltrán. Humillada, la trabajadora tuvo que dejar el recinto.
Lo más impresionante del caso, además de preguntarnos por cómo se permitió la permanencia en el tiempo de una reglamentación tan ridícula, es la insistencia con que varios miembros del Club Naval buscaron hacer valer la prohibición. ¿Acaso ninguno fue capaz de evidenciar la injusticia? ¿Está tan normalizado el clasismo que nadie podía alzar la voz? La anfitriona contó que ella, conociendo la norma, “no quería que (Beltrán) estuviera deambulando por ahí”. Eso es señal de que hay varias conversaciones pendientes.
Por eso fue tan importante que Beltrán interpusiera una tutela, que obviamente terminó en una decisión a su favor. En sus palabras: “Pedía que me dieran disculpas en público, para que otras personas que les pase lo mismo denuncien, no se queden calladas”. La historia ha demostrado que la única forma de sacudir las estructuras de discriminación que han sido normalizadas es hablando, denunciando, mostrando la injusticia que está en el fondo de aquello a lo que se ha acostumbrado la gente. El Tribunal Administrativo de Bolívar concuerda, y por eso en su sentencia, que exigió una disculpa pública del Club Naval, dijo que lo ocurrido “no sólo atenta con el principio de igualdad, sino que es discriminatoria, humillante, degradante y menosprecia a la mujer al equipararla con las mascotas, afectando su dignidad humana”.
La respuesta de la Armada Nacional fue decepcionante. Pagaron, como obligaba la sentencia, un aviso diminuto en el diario El Universal expresando sus disculpas y dieron por saldado el tema. Eso, nos parece, es no entender la gravedad del asunto, ni valorar la sentencia de tutela por lo que es: un llamado a construir una sociedad más incluyente. ¿No hubiera sido deseable, más bien, que el Club Naval hubiera aprovechado la oportunidad para iniciar una serie de intervenciones que crearan espacios de diálogo sobre desigualdad y discriminación, para cuestionarse por la actitud de quienes buscaban hacer valer la normativa y para evidenciar un compromiso serio con atacar las raíces del caso? Porque Beltrán tiene razón: este caso no es aislado y el silencio es la norma. Ojalá las instituciones dejaran de mirar sus derrotas en los tribunales como una batalla perdida y pasaran a cumplir su función en garantizar que las promesas de la Constitución se cumplan en la realidad.
¿Está en desacuerdo con este editorial? Envíe su antieditorial de 500 palabras a yosoyespectador@gmail.com