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No es exagerado sentir que lo que se discute en París, en el marco de la XXI Conferencia Internacional sobre Cambio Climático (COP21), que arrancó ayer, es la viabilidad de la humanidad como especie en este mundo. Ni más ni —como pretenden ciertas voces tercas— menos. No queda más que esperar que los 155 líderes del mundo reunidos sean capaces de entender la gravedad de la coyuntura histórica en la que se encuentran.
Las alarmas ya llevan demasiado tiempo encendidas. La abrumadora mayoría de los científicos coinciden en que nuestro desarrollo descontrolado y nuestra dependencia de la energía a base de carbón está alterando la temperatura global, lo que significa consecuencias catastróficas en lo que se refiere a la habitabilidad del planeta para los seres humanos.
El objetivo de París, entonces, es claro: un acuerdo global, cumplido sin excepciones por todos los países y con vocación de perdurar en el tiempo para evitar que el incremento de la temperatura atmosférica global rebase los 2 grados centígrados. Aquí el asunto es de igualdad, pues si fracasamos, no habrá lugar del mundo que no se vea afectado. Este es, sin lugar a dudas, el principal reto para la subsistencia global.
Por eso no deben repetirse los errores del pasado. Por mucho tiempo la oposición a cualquier medida de preservación del ambiente ha sido vehemente. Ahí se encuentran desde los irracionales, que aún hoy, cuando se han visto las consecuencias tangibles del cambio climático, siguen diciendo que es un invento. Su posición es que deberíamos seguir consumiendo nuestros recursos sin consideración alguna. Esa es una ingenuidad peligrosa.
Pero muchas veces esa posición ha sido respaldada por las empresas y los gobiernos. El argumento es un poco distinto: sí, el ambiente es importante, pero pensemos en el crecimiento económico. La generación de riqueza es la única consideración que por mucho tiempo ha motivado a todos los países. Hoy sabemos que si no cuidamos el planeta con seriedad, los costos por los desastres que se vienen superarán cualquier ganancia que se obtenga por el crecimiento económico. Un acuerdo climático es la mejor inversión que puede hacerse para garantizar el futuro de todos nuestros países.
El reto no es menor. Lo que se pide es que cambiemos por completo de paradigma. La abrumadora mayoría de los sectores de nuestra economía depende del consumo indiscriminado del carbón. La ganadería, también, es una de las principales fuentes del efecto invernadero. Pero no hacer nada no es una opción. Por eso el compromiso debe ser contundente, sin hipocresía. En la historia deben quedar los acuerdos apoyados pero no implementados por las potencias.
Lo mismo aplica para Colombia. El Gobierno se ha propuesto como uno de los líderes en esta Cumbre. Lo celebramos, pero, más allá del compromiso con ciertas reservas naturales o las metas ambiciosas de reforestación, la política energética del país sigue íntimamente ligada al carbón. Lo mismo que la producción de recursos para el Estado. ¿Para cuándo un plan concreto, coherente e integral? Este problema global, paradójicamente, depende de que cada uno ponga en orden su casa. Estamos en mora de hacerlo.
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