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La señora ministra de Transporte, Natalia Abello, debería dejar de conformarse, como parece, con que la Superintendencia ordene usar el rejo para castigarlos por las calles de las ciudades y empezar a ser más creativa con las soluciones: que se derogue la norma vetusta que rige el asunto, hecha, por demás, antes de que las aplicaciones móviles existieran, y que estos nuevos carros entren a jugar en un mercado que ofrece pocas opciones. Resulta inconcebible que la tarea acometida sea “redoblar” los operativos de tránsito para frenarlos e inmovilizarlos. No, la gracia no es prohibir lo poco que funciona bien: ese no es el camino. Menos cuando llevamos casi un año a la espera de la nueva regulación prometida.
La operación que hace Uber es bastante sencilla y limpia: sin taxímetros, la aplicación fija la tarifa única que debe ser pagada por el usuario por medio de una tarjeta de crédito. ¿La ventaja? Es un servicio pulcro, que recoge a la persona donde ella desee y la deja en su destino sin cuestionamiento alguno, cosa que no puede predicarse de muchos de los taxis corrientes. Los carros son limpios, sus conductores no piden plata de más ni infringen normas de tránsito y, mucho menos, niegan el servicio porque no les sirve la ruta. Que operen dentro de un marco legal implica un mejoramiento inmediato de todos los demás servicios: esa es una de las grandes ventajas del mercado. Pero no se ha podido, justamente por ese vacío institucional que se dice se corregirá, pero nada de nada.
A la declaratoria de ilegalidad se suma ahora el surgimiento de un tipo de justicia por mano propia: cansados de tener competidores, los taxistas (algunos, por supuesto) han decidido bloquear las vías y obligar a la gente a bajarse de los carros blancos para que cambien de vehículo por uno de los amarillos. Adalides de la legalidad nos salieron ahora. Combatientes agresivos de la informalidad, como si no supiéramos del largo historial que acompaña a muchos de ellos.
El último lugar de esta contienda, como nos hemos acostumbrado en este país, lo ocupan los usuarios: esos que, en ejercicio pleno de su libertad, deciden pagar más plata por un servicio diferente. Ese elemento de la ecuación es el único que no ha sido tenido en cuenta, simplemente por una cuestión legal (leguleya, más bien) que harto contradice el espíritu del servicio al cliente. Claro que Uber y los vehículos que operan a través de ella deben regirse en igualdad de condiciones y con las mismas exigencias legales que se les hacen a las empresas de taxis: eso es, justamente, lo que estamos esperando por parte del Ministerio de Transporte y que, una y otra vez, ha sido aplazado en el tiempo en forma de promesas que no llegan.
¿Hasta cuándo, entonces? ¿Cuándo habrá el aval legítimo para que entren a operar? Porque eso de cerrarles el paso mientras se les ocurre qué hacer podrá sonar muy legal, muy ajustado a la literalidad de la norma, pero bastante ilegítimo y contra una demanda clara e insatisfecha por un servicio de transporte de calidad.
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