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Como lo reveló El Espectador el pasado domingo, la Secretaría de Gobierno, en representación de la Alcaldía de Bogotá, presentó un concepto jurídico lamentable en el marco del caso que se adelanta por la tragedia que sufrió Rosa Elvira Cely. Más allá de las culpas por este hecho particular (que no es un tema menor, valga aclarar), ojalá este momento sirva para que el país se percate de cómo siguen operando los prejuicios a la hora de entender la realidad nacional.
Es inevitable empezar por la Alcaldía. Después de los hechos atroces que le causaron la muerte a Rosa Elvira Cely en el Parque Nacional, el 24 de mayo de 2012, su familia presentó una demanda contra la Policía, la Fiscalía y las secretarías de Gobierno y de Salud de Bogotá porque, a su parecer, no hicieron lo que debían para evitar el desenlace de esta historia. En respuesta a esa afirmación, el Distrito contestó, en palabras que no deben olvidarse si hay voluntad de tener un país sin prejuicios, que “si Cely no hubiera salido con los dos compañeros de estudio después de terminar sus clases en horas de la noche, hoy no estuviéramos lamentando su muerte”, y que por eso el asesinato es culpa exclusiva de la víctima.
La indignación nacional que ha causado esa “defensa” está más que justificada, y confiamos en que no es necesario explicar lo absurda y ofensiva que resulta esa afirmación. También celebramos que el alcalde Enrique Peñalosa, tan pronto se conocieron los hechos, haya salido a repudiar públicamente ese concepto y echar atrás esa inaceptable argumentación.
Sin embargo, queda el sabor amargo de la falta de responsabilidad. El secretario de Gobierno, Miguel Uribe Turbay, dijo que la abogada encargada de elaborar el infame concepto ya había sido retirada de su cargo, ¿pero debe detenerse ahí el reconocimiento de la culpa? La contestación de la demanda no iba a nombre de una abogada, sino en representación de toda la Alcaldía. El error no es individual, sino colectivo, y los encargados de carteras como la de Gobierno deben responder por lo que hagan sus subalternos. No saber lo que hacían no es una excusa; es, más bien, reconocimiento de falta de la debida diligencia.
Y más allá del hecho puntual, no deja de ser preocupante pensar que este concepto se conoció únicamente gracias a la visibilidad que el caso de Cely ha tenido a nivel nacional. ¿Qué sucede en los miles de casos que no tienen los reflectores encima y que tocan las fibras de los prejuicios sobre el rol de las mujeres en la sociedad? ¿A cuántas mujeres les han echado la culpa de haber provocado sus violaciones y asesinatos? ¿Cuántos jueces, fiscales y funcionarios públicos creen, con terca convicción, que la defensa polémica de la Secretaría de Gobierno es una estrategia jurídica adecuada para exonerar la responsabilidad de los acusados?
En la sociedad pasa lo mismo. Abundan los casos que prejuzgan a las mujeres por como están vestidas, por si deciden emborracharse, por las personas que frecuentan, como si alguna de esas circunstancias justificara el horror que muchas tienen que sufrir. Buena parte de este país sigue creyendo que, en efecto, lo malo que les pasa a las mujeres es por no ser “buenas señoritas”, y, en una inversión mezquina, que si logran alcanzar triunfos es gracias a motivos ajenos a sus capacidades.
Nos repetimos: nos falta mucho para la igualdad. Rosa Elvira Cely nos lo recuerda una vez más.
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