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¿De verdad piensa el Gobierno Nacional que es de celebrar el decreto que regula el transporte de lujo? ¿Puede decirnos, con total sinceridad, que atendió la esencia del asunto y demostró que la tecnología no le queda grande al Estado? Eso al parecer quisieron decirnos el presidente, Juan Manuel Santos, y el vicepresidente, Germán Vargas Lleras, en la nutrida rueda de prensa del pasado lunes en la que —Uldarico Peña, orondo entre los dos— anunciaron la esperada y muy demorada regulación del problema jurídico y social causado por la entrada de Uber al mercado. En realidad, el Ejecutivo terminó saliéndose por la tangente y demostró el abrumador poder del gremio que dirige Peña. Preocupante.
Más allá del triunfo de ciertos intereses sobre otros —hay voces que reclaman no haberse visto representadas en la formulación de una reglamentación que afecta a muchas personas, caso de Acoltés, la agremiación que representa al transporte especial—, es necesario preguntar qué es lo que en realidad plantea el decreto. La respuesta es confusa, por decir lo menos: crea un servicio de taxi de lujo de color negro que antes no existía en el país, y les traslada a los municipios la responsabilidad de reglamentar cómo funcionará el cupo de movilidad.
Esa no era, ni de cerca, la pregunta central de la situación con Uber y los taxistas.
El tema es el siguiente: Uber, la plataforma tecnológica, es una herramienta para que individuos puedan poner sus carros al servicio de otros ciudadanos. Dentro de la oferta había dos tipos de transporte: uno más caro en vehículos blancos de servicio especial, y uno más barato prestado por carros particulares. Ambas modalidades se escapan de la regulación actual. La primera, porque esa categoría (placa blanca) se presta a partir de la suscripción de contratos entre una empresa de transporte y el usuario, por lo general corporativo, como un hotel, una empresa o un colegio. Uber, al trabajar directamente con conductores, a quienes les cobra una comisión, no se ajusta al servicio especial ni al individual de pasajeros, ni tampoco al nuevo de lujo. La segunda, porque es una situación que nunca antes se había presentado en el país —esa es la capacidad subversiva de las nuevas tecnologías que entran a funcionar allí donde hay vacíos—.
La pregunta a resolver, entonces, era, en realidad, ¿qué hacer con ese tipo de tecnologías y, particularmente, con aquellas que, como Uber, entran a cambiar el sistema de transporte?
La pregunta no era fácil y requería, entre otras cosas, la capacidad técnica y la visión para reglamentar un tema delicado que seguirá estando vigente en el futuro. Así como Uber, existen (y vendrán más) cientos de aplicaciones que cambian negocios establecidos para facilitar los tratos directos entre los ciudadanos.
Pero el Gobierno prefirió ignorar todos esos retos y darse palmadas en la espalda creando algo que nadie pedía. La nuez del problema sigue en el limbo jurídico. Triunfa el statu quo, triunfa Uldarico Peña; pierde el usuario, que parece un convidado de piedra en toda la discusión.
En el Congreso se han presentado varias iniciativas para meterle el diente al asunto. ¿Será capaz el Legislativo de dar un debate tecnológico de altura o sucumbirá ante los mismos intereses políticos de siempre? Nos excusan el pesimismo.
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