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Resulta curioso, por decir lo menos, que en general los escogidos sean los mismos nombres y apellidos que hemos estado acostumbrados a escuchar en los últimos 25 años. A veces, en los últimos 100. Y no sólo eso: son ellos los que ponen la agenda, de los que parten los analistas para hacer sus conjeturas sobre lo que pasará en el futuro; son, entre ellos mismos, los que critican a los otros y hacen que pierdan popularidad y respaldo en algunos casos.
¿Esto está mal? No necesariamente. Si la democracia fuera fuerte, efectiva, representativa de la sociedad e inclusiva, este sería el escenario perfecto. Pero algo hay de la insatisfacción popular a la democracia representativa. ¿Qué es lo que quieren (y hacen) los sectores indignados de este país, que hoy parecen los más?
Ahí tenemos, por supuesto, al expresidente Álvaro Uribe Vélez, quien ha aprovechado el descontento para usarlo a su favor y es el protagonista de un evento que no tiene precedentes, al menos no en la historia contemporánea del país: lanzarse al Senado (con su Centro Democrático) después de haber sido presidente de la República. Es algo inusual, que no inválido. También está Horacio Serpa, un hombre que ha ocupado casi todos los cargos públicos de elección popular posibles y será, con su Partido Liberal, candidato a la misma corporación.
Oímos, por otra parte, que Antonio Navarro Wolff (exalcalde, exgobernador, exsenador...) se lanzará por parte de una coalición para competir por una candidatura a la Presidencia de la República, si es que su movimiento, Progresistas, gana en esa consulta. Y por ahí pegado está el exalcalde (y tradicional candidato) de Bogotá Enrique Peñalosa, quien, con sus saltos políticos habituales, ha dicho que su partido será aliado del movimiento de Navarro. O, mejor, del de Gustavo Petro, el alcalde de Bogotá que, desde el primer año de gestión, considera un “chambón”.
Ahí tenemos a Germán Vargas Lleras, representante de Cambio Radical, pero director de la Fundación Buen Gobierno, que impulsa la reelección del hoy presidente Juan Manuel Santos. Quien, aún es incierto, ha sido nombrado por su jefe como el “plan B o C o D”. Y bueno. Podemos seguir. Se nos han quedado unos por fuera. Pero, igual, así está la política de este país. Poca renovación de liderazgos en el frente.
Vale, estos nombres son fuertes, tienen respeto, experiencia, pueden retornarle prestigio a la política electoral, tan desvalorizada. Y, sobre todo, tienen ideas propias, ideologías marcadas. Y eso es provechoso en una democracia que necesita partidos fuertes, diversidad de posturas, representatividad de la sociedad.
Pero nos sigue pareciendo muy extraño que la sociedad acepte esto sin chistar. ¿No querían los colombianos un cambio? ¿Qué pasa con toda esa indignación que no es capaz de cristalizar una opción democrática viable para que haga rendir a sus pies a estos mismos nombres que hemos repetido durante años? ¿Y los partidos? ¿Pueden seguir burlando esa movilización ciudadana bloqueando la renovación interna de sus liderazgos? Amanecerá y veremos, pero por lo pronto tal pareciera que el mundo electoral va por un camino muy diferente del que transita la participación ciudadana. Y eso también indigna.