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Comenzó la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) con un escándalo que tiene el potencial de sabotear la legitimidad de todo el sistema judicial para el posconflicto. La solicitud del exministro de Protección Social durante el gobierno de Álvaro Uribe, Diego Palacio, de ser juzgado dentro de la JEP es un examen para los límites de la nueva jurisdicción y un reto para demostrar que los procesos no serán políticos.
Néstor Raúl Correa, secretario de la JEP, anunció que a su despacho llegó una carta de Palacio solicitando ser vinculado a la Jurisdicción. Aunque hubo una confusión inicial sobre si el exministro había, por primera vez, aceptado su responsabilidad en el delito de cohecho por el que fue condenado, luego se comprobó que dicho reconocimiento no ocurrió. Según aclararon los voceros de Palacio, lo que pretende el exfuncionario es que la JEP sirva como una segunda instancia que modifique la sentencia de la Corte Suprema de Justicia. Al respecto, son dos las principales preocupaciones.
Primera: no es para nada clara la relación que los hechos por los que fue condenado Palacio pudieran tener con el conflicto armado, embudo para entrar a la JEP. No sobra recordar que la justicia colombiana condenó a la excongresista Yidis Medina por el delito de cohecho al vender su voto para que fuera aprobada en Comisión Primera de Cámara la reelección del expresidente Álvaro Uribe. Éste habría sido comprado con el nombramiento de un gerente para una Empresa Social del Estado, en Barrancabermeja, ofrecido por Palacio. La Corte Suprema encontró suficientes argumentos para dar por probados esos hechos y por eso profirió su condena.
Palacio ha insistido en su inocencia y en que quiere una segunda instancia. Para entrar a la JEP arguye que los hechos que motivaron su proceso tienen relación con la “reelección que tenía como pilar fundamental y principal motivador la continuidad de la Política de Seguridad Democrática, la cual integraba una serie de medidas que impactaban directamente el desarrollo de la lucha contra grupos armados”.
Ese argumento, como lo dijimos en su momento, nos parece estirar de manera inadecuada la influencia del conflicto armado. Llevándolo al ridículo, los involucrados por los sobornos de Odebrecht podrían argumentar que el país necesitaba la construcción de vías para que el Estado pudiera llegar a las zonas de conflicto. El filtro que se aplique tiene que ser estricto si se quiere argumentar que la JEP es, en realidad, una justicia excepcional y no un espacio donde cualquiera busque ser liberado.
Lo que nos lleva al segundo argumento: si Palacio no tiene en sus planes confesar, ¿qué es lo que le aporta al país a cambio de su eventual libertad? Si en efecto se acepta a la JEP y de nuevo se encuentra como culpable, sabemos que perdería los beneficios y tendría una condena incluso mayor a la que actualmente opera sobre él. ¿De verdad eso es lo que desea? Y, más importante aún, ¿qué tan conveniente es que la JEP sea usada como una segunda instancia cuando su propósito es contarle la verdad al país sobre los casos del conflicto armado? ¿No es eso una perversión oportunista del objetivo para el que fue aprobada?
Ya tiene la JEP su primer reto para demostrar que no es un tribunal político. Ojalá no permita que le pongan palos a la rueda de la columna vertebral del posconflicto.
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