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De las tres artes liberales que constituían el antiguo trívium, la dialéctica debería ser hoy materia obligatoria en la secundaria, no solo en lo que concierne a la enseñanza de la lógica, sino también a su praxis: el arte de la argumentación.
Cualquiera que comprenda el significado de la sentencia “todas las ventanas están abiertas” sabe que su negación deberá ser “hay al menos una ventana cerrada”. Excepto individuos con graves deficiencias mentales, nadie dudaría de la validez del razonamiento anterior, ni tampoco de la legitimidad de cualquier tautología de la lógica de predicados.
En un magistral cuento de ficción, Borges imaginó un pueblo de naturaleza primitiva y bestial cuya aritmética apenas alcanza el número cuatro y cuya lógica difiere de la nuestra. En un pasaje de “El Informe de Brodie” se lee: “El vulgo les atribuye [a los hechiceros] el poder de cambiar en hormigas o en tortugas a quienes así lo desean; un individuo que advirtió mi incredulidad me mostró [como prueba] un hormiguero…”. El hallazgo de una sociedad similar, para quienes, digamos, fuera imposible comprender que un solo cisne negro refuta la proposición “todos los cisnes son blancos”, sería quizás el descubrimiento más extraordinario de la antropología.
Así como el famoso gentilhombre de Moliere hablaba en prosa sin saberlo, de igual manera razonamos con silogismos sin haber leído a Aristóteles. No obstante la universalidad de la lógica, existen multitud de celadas en el razonamiento, argucias que algunos usan para persuadir, engañar, desviar o evadir los argumentos del adversario. Toda persona culta debería estar preparada para advertir los innumerables sofismas que se escuchan a diario en la conversación casual, en las discusiones de salón, o que se leen en las columnas de los periódicos, donde, como en ningún otro lugar, se dan en forma silvestre. Solo por esta razón se justificaría que una parte integral del currículo de filosofía de la educación secundaria se destinara a reconocer y refutar las falacias más acostumbradas.
Un sofisma bastante común es el llamado “principio de indiferencia”: cuando no hay buenas razones para apoyar una proposición tendemos a darle el mismo valor a su negación. En su forma más burda, el sofisma se utiliza para demostrar la validez de una hipótesis argumentando la imposibilidad de refutarla. La falacia surge con frecuencia en discusiones de carácter religioso, en que se pretende probar la existencia de un Ser superior objetando que es imposible demostrar su inexistencia. La debilidad del razonamiento se muestra con este ejemplo: como tampoco podemos probar que Santa Claus no es una ficción; ergo, debe existir.
Ese artificio también ha sido utilizado por algunos creacionistas que pretenden desacreditar la teoría de la evolución alegando que existen un sinnúmero de lagunas en el registro fósil, como si estos vacíos fueran “evidencia de la ausencia en lugar de la simple ausencia de evidencia”, como alguna vez señaló Stephen Jay Gould.
La política es campo abonado para los sofismas. En la falacia “ad hominem” (contra la persona) no se rebate la idea, sino a quien la defiende. Su forma más común consiste en desacreditar al oponente con epítetos denigrantes, tildándolo, por ejemplo, de miserable, inmoral, terrorista…, o centrándose en algún aspecto irrelevante del debate, o desviando la atención hacia algún asunto intrascendente y menor. Entre los más avezados practicantes del vulgar artificio se cuenta un colérico exmandatario de Colombia.
Una variante del sofisma anterior es la argumentación “tu quoque”, locución latina que significa “tú también”: ante la imputación de una falta se objeta que el acusado no es el único que la comete. El sofisma se ha convertido en el preferido de los más fervientes defensores del pasado gobierno quienes, ante los incontables casos de corrupción, alegan que ésta también se ha dado en otros gobiernos anteriores. La falacia igualmente ha sido utilizada para proteger al clero de las muchas denuncias de pederastia. Más de un sofista argumentó que la Iglesia católica no era la única institución donde se da este tipo de abusos, como si ello deslegitimara la acusación.
Aun en las discusiones académicas se suelen filtrar multitud de falacias. La llamada “post hoc, ergo propter hoc” (si después de esto, entonces debido a esto), se supone que si Y sigue a X, entonces X es causa de Y. La falacia aparece con frecuencia cuando se pretende investigar si existe alguna correlación entre ciertos aspectos sicológicos de un individuo y otras variables objetivas. Un buen ejemplo quizá sea el estudio estadístico que muestra que a mayor tamaño del pie, mejor es la ortografía del sujeto. La estadística, aunque correcta, no demuestra que haya relación causal alguna, pues los niños tienen pie pequeño y por lo general mala ortografía.
Pero quizá el número uno de los sofismas sea aquel que consiste en decir una verdad a medias. “Un vaso medio vacío también es un vaso medio lleno; pero una mentira a medias de ningún modo es una media verdad”, dijo alguna vez Jean Cocteau. En realidad, con una verdad se pueden forjar una gran mentira. Un buen ejemplo puede ser el del marido infiel, que ante las sospechas y recelos de su esposa, finge confesarle la verdad, cuando en realidad lo que hace es confesar un pecadillo menor, con lo cual recupera la confianza de su cónyuge, desvía su atención hacia otro lado, y logra así encubrir el pecado mayor. Con razón el gran Bertrand Russell insistía en que una parte de la verdad suele ser una completa mentira.