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En los medios de comunicación, aquí y en la Cochinchina, el maltrato laboral cuenta con un prestigio ilimitado. Dicha conducta persiste, entre otras razones, gracias al aval silencioso, cómplice, que existe en las salas de redacción de periódicos, canales de televisión y emisoras: los dictadores son justificados por sus colegas bajo la premisa “es que es un putas”.
Y, de acuerdo con esa lógica, a los “putas” les va bien “putear”.
En el periodismo —supongo que también sucede en otras profesiones— quien ingresa joven o como practicante a una empresa “entra quedando”. A muchos nos tocó dejar la mesa servida, interrumpir una película, una lectura, o abandonar los mejores besos para atender alguna emergencia periodística… bien porque voluntariamente asumíamos el cubrimiento o porque el jefe nos desenterraba de donde estuviéramos. (Querer a un periodista somete al amor a una permanente prueba de resistencia).
Todo es parte del oficio. Llega un momento de la vida en que uno agradece esa dosis de adrenalina. La crueldad que nutre el estoicismo. Y entiende los caminos impredecibles de la emoción. Nadie conserva la calma cuando alguien grita en una sala de redacción: “¡Mierdaaaa! ¡Mataron a Pablo Escobar!”.
No es tan delgada la línea entre la exigencia extrema (cuyo producto suele ser el aprendizaje) y el abuso laboral. Reconozcámoslo: el morbo de lectores y audiencias, el rating, contribuye a la sofisticación de la figura del abusador en los medios.
Vice Colombia publicó dos cartas recientemente. En la primera (agosto 3), titulada “La República merece un mejor líder”, 11 exempleados de ese periódico denunciaban el supuesto acoso laboral por parte de su jefe (con quien trabajé en El Colombiano y cuyo nombre omito: solo me interesa la figura que parece representar en esta discusión). Vice reprodujo los testimonios y mantuvo en reserva la identidad de los denunciantes.
El 8 de agosto, el mismo medio expuso otra carta, esta vez en defensa del acusado. El documento es una suerte de homenaje, firmado por 20 periodistas, entre ellos algunos nombres reconocidos en los medios, como Esteban Rahal (quien hizo llegar la carta a Vice), David Santos, Catalina Montoya, Beatriz Arango, Gustavo Adolfo Gallo y Amalia Londoño. Citan a Goethe, a Kapuscinski. Al simbólico Indignez vous!, de Stéphane Hessel.
Rescato un par de enunciados de la defensa: “El rigor perdió la batalla frente al anonimato y el lloriqueo no entiende de templanza […]”. Y: “Lo tuvimos como jefe, recibimos sus consejos, indicaciones, órdenes y regaños. Por supuesto que recibimos sus «puteadas» también […]”.
¿De qué hablan ambas cartas? ¿De “estilos de mando”? ¿Periodistas (atención: ¡pe-rio-dis-tas!) que se esconden en el anonimato para denunciar? Y por el otro lado: ¿justificar las “puteadas” (con y sin comillas) en una sala de redacción?
(No conozco un jefe más exigente e implacable que el poeta Élkin Restrepo, editor de la Revista Universidad de Antioquia. Un “putas” que no putea: acaba con textos —cuando son malos, toca aceptarlo—, no personas).
A veces cuesta recordar que el periodismo es hijo de las Humanidades.