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El 11 de agosto de 2015, el presidente Juan Manuel Santos le informó al país que el Censo Nacional Agropecuario realizado por el Dane había arrojado unos lamentables resultados del sector.
De acuerdo con el informe presentado por el Dane, de los 2,7 millones de productores censados, el 84 % no ha recibido asistencia técnica, no tiene maquinaria agrícola, no cuenta con sistemas de riego y no posee una infraestructura para almacenamiento de su cosecha. Es decir, están igual de fregados que los productores de ñame en los Montes de María.
Con tan delicado diagnóstico, pensábamos que el Gobierno implementaría un plan de choque para sacar de este abandono e ineficiencia productiva a este sector importante de la economía y, de paso, impulsar un agresivo plan de inversión en bienes públicos, transferencia de tecnología y sistemas de riego, para poder enfrentar a partir del año entrante la avalancha de importaciones de alimentos y materias primas que se nos viene encima por la entrada en vigencia de la desgravación arancelaria de varios productos desde los Estados Unidos y de otros países con los cuales hemos suscritos tratados de libre comercio.
Contrario a lo anterior, el Gobierno del presidente Santos recortó el presupuesto al sector agropecuario en más de 1,6 billones de pesos, liquidando la esperanza de 2,7 millones de productores del campo que esperaban que el Estado les diera las herramientas para reducir sus costos de producción y aumentar su productividad. Esa insensata decisión permitió que en estos dos años las importaciones de alimentos pasaran de 12 a 14 millones de toneladas anuales, generando miles de ingresos y empleos en las zonas rurales, pero de otros países.
Este Gobierno tampoco fue capaz de resolver el tremendo problema de inseguridad jurídica que creó sobre la propiedad rural. La ley de restitución de tierras resultó siendo un mecanismo de expropiación contra predios comprados de buena fe y el montaje de un perverso negocio para los falsos reclamantes.
El programa de formalización de la propiedad rural ha sido un fiasco total. Según el Dane, el 54,3% de los predios rurales en Colombia no tienen título de propiedad. Tampoco pudieron implementar la Ley Zidres para desarrollar cuatro millones de hectáreas de cereales, granos, forestales y frutas en la altillanura, y la ley de tierras que se tramita en el Congreso de la República terminó siendo una colcha de retazos.
Seguramente, cuando usted lea esta columna ya el ministro de Agricultura, Aurelio Iragorri, habrá entregado su cargo sin cumplir todas estas tareas pendientes, porque para el presidente Santos es más importante el futuro de su cuestionado partido político que el destino de los 2,7 millones de productores del campo que se encuentran en total abandono. Ahí está la explicación de por qué Colombia es uno de los mayores importadores de alimentos del mundo y el mayor exportador de coca del mundo.
La semana entrante, veremos a un nuevo ministro de Agricultura, prometiendo ante los medios de comunicación terminar en diez meses lo que sus antecesores no pudieron hacer en siete años. Se gastaron 340.000 millones de pesos en el diagnóstico del paciente y luego lo dejaron con la fórmula y sin la plata para la medicina.