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El matadero del fútbol

Reinaldo Spitaletta
30 de septiembre de 2013 - 11:00 p. m.
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Qué tiempos aquellos cuando la gente iba a fútbol, y en las tribunas, hinchas de uno y otro equipo se mezclaban, como si asistieran a una liturgia de la alegría.

El fútbol era entonces un ritual semanal, un encuentro con los afectos y la algarabía, sin agresiones a nadie. Flameaban las banderas y llovían las serpentinas y los confetis, y en el instante sublime del gol, abundaban los abrazos y las gracias infinitas a los dioses del balompié.

El fútbol, que dejó de ser inocente para trastocarse en un negocio universal de ganancias astronómicas, también fue perdiendo la fantasía, aquella de las gambetas endemoniadas, las artes de lo impensado, y se volvió, en muchos casos, monotonía. Pura táctica. Nada para la imaginación. El pragmatismo confundió a dueños, técnicos y jugadores. E incluso al hincha.

Vuelto, por ejemplo en Colombia, en asunto de lavanderías de dólares y entretención de mafiosos, se tornó mampara. Pero, a su vez, la extensión de lo ilegal, de lo oculto, se trasladó a ciertos aficionados, que de ser adoradores del juego, pasaron a mutarse en totales imbéciles.

Sí, de ese modo escuché a una señora calificar a los “barras bravas”, a esa suerte de lumpen que, tras la etiqueta o los colores de una divisa futbolera, camuflan el puñal y su ira. Y desbocan sus instintos asesinos. Ya no es el aficionado, aquel de la camiseta limpia, la cachucha bacana, los rezos en voz baja y el atronador grito en las graderías, sino el delincuente que ocupa su lugar. Sí, el fútbol parece haber sido asaltado por esas excrecencias sociales, que son parte del reino de la criminalidad.

¿Qué hay detrás de la barra brava? ¿Qué ocultos intereses se mueven en esas “organizaciones” de vándalos y tropeleros? Al estadio se trasladaron todas las miserias sociales y se montó en el fútbol una pasarela para asuntos perversos, como el narcotráfico, la extorsión, las pandillas y sus modos delictivos de actuación. Agredir a alguien (o, peor aún, matarlo) porque luce una camiseta de un equipo de fútbol, sí es descender al infierno de la barbarie. Es como un retorno a aquellas calendas crueles y canallescas en que en Colombia se mataba por ser alguien liberal o conservador.

Además de la imbecilidad que se nota en los desaforados miembros de barras, hay toda una muestra de incultura. Uno supone que un aturdido seguidor de esos, jamás habrá leído ningún libro, ni visto buen cine, y su cerebro puede estar sin inaugurar. Ni siquiera cabe su caracterización en lo que Eduardo Galeano denominó el fanático: “Nunca viene solo. Metido en la barra brava, peligroso ciempiés, el humillado se hace humillante y da miedo el miedoso”. Pasa de ahí a ser un asesino en potencia.

Y es en este punto donde el asunto del otro, del distinto, vuelve a jugar. Porque la intolerancia, que ha sido tradicional en países como Colombia, resucita cada domingo (o miércoles, o jueves, o viernes) en las expresiones de los denominados barristas, que quieren borrar al contrario, al del otro equipo, a punta de bala, piedra, puñal… ¿Falta de educación? ¿Falta de inclusión en la cultura de la deliberación, de la disidencia y del acuerdo o desacuerdo civilizado?

La barra-brava, o su degeneración, parece estar compuesta por una especie de tontos peligrosos que hace parte, como pudiera decir Canetti, de un “rebaño obediente”. Pero, ¿a quién obedecen estos seres irracionales? Su “campo de batalla” pasó de la tribuna a la calle, al barrio, al resto de la ciudad, en una suerte de epilepsia colectiva. ¿Quiénes los controlan, quién dirige su alienación?

El fútbol, que antes igualaba al intelectual y al ignorante en las tribunas, porque al fin de cuentas uno y otro se parecían en su fervor, en su grito, en su acelere cardiaco, hoy es una cueva de ladrones, de asesinos y otros delincuentes, que convirtieron la belleza de una gambeta en un matadero. Las graderías se volvieron trincheras y ponerse una camiseta de un equipo puede ser una suscripción a la pena de muerte.

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