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EL PAPA FRANCISCO NO DEJA DE SORprender.
Empezó a hacerlo con el nombre que escogió para darle un sello a su pontificado, y cuando apareció por primera vez en la plaza de San Pedro, se presentó como un obispo más y, en lugar de dar la bendición urbi et orbi, pidió ser bendecido por la gente. Sorprendió cuando sobre sus nuevos hábitos blancos colgó no la tradicional cruz de oro de sus antecesores, sino la que usaba como cardenal: una sencilla cruz con la imagen del buen pastor y la oveja descarriada sobre sus hombros, que, según los expertos, pertenece a la iconografía de los primeros siglos del cristianismo y simboliza la actitud del que deja el rebaño para rescatar al animal perdido.
Sorprendió con la decisión de vivir en una pensión cercana y no en el Palacio Apostólico, y de movilizarse en Renault 4, y cuando en el viaje a Brasil recorrió una favela de Río y dejó que la gente se acercara a saludarlo, a tocarlo..., y con las declaraciones que dio a los periodistas en el vuelo de regreso a Roma sobre los homosexuales (“¿Quién soy yo para juzgarlos?”), los divorciados, el aborto, el papel de la mujer en la Iglesia…
Pero de esa caja de sorpresas que han sido sus primeros meses de pontificado, la más interesante es la larga entrevista que concedió a la revista La Civiltà Cattolica. Por lo que dice y lo que deja de decir o apenas sugiere. En ella refuerza su imagen de papa atípico, se desacraliza, se declara pecador, reconoce errores y hasta se define políticamente: “Jamás he sido de derechas”. Menciona sus escritores favoritos, los pintores que admira, el cine que le gusta, la música que oye, los dos pensadores franceses que lo inspiran (uno de ellos, Henri de Lubac, un teólogo considerado ‘sospechoso’ por Pío XII y reivindicado como consultor del Concilio Vaticano II por Juan XXIII).
Se dice ingenuo, pero de tal no tiene un pelo. Todo lo que hace y dice, cada gesto, cada palabra, están en función de la hoja de ruta que se trazado para realizar la que considera su misión: llevar la Iglesia a las calles, acercarla a la gente. De ahí su imagen de la Iglesia como un hospital de campaña tras la batalla, una que cura heridas, que acompaña. “El pueblo de Dios necesita pastores y no funcionarios ‘clérigos de despacho’”, dice. Sabe que la Iglesia debe ser más que la esperanza del cielo, que se juega su futuro en la comprensión de los cambios sociales y de los dilemas existenciales que enfrenta el hombre de hoy.
Para el papa no hay temas vedados, pero que abra y permita el debate sobre asuntos antes tabú no significa que habrá grandes cambios en materia teológica o de doctrina —ni contradice sus posiciones anteriores—. El giro está en el cambio de énfasis: dejar la obsesión por cuestiones de carácter moral y poner el acento en la esencia del mensaje evangélico. Un cambio que marca la diferencia entre una Iglesia que juzga, condena y expulsa a las tinieblas exteriores, y una que comprende y acompaña, que siente con el otro.
“La religión tiene derecho de expresar sus propias opiniones al servicio de las personas —dice el papa—, pero Dios en la creación nos ha hecho libres: no es posible una injerencia espiritual en la vida personal”. En esta frase radica —creo yo— la gran revolución del papa Francisco: es el reconocimiento de la autonomía de la conciencia, de la libertad individual, de la posibilidad de decidir.