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HAY UN MECANISMO MENTAL —TÉCnicamente se trata de una forma de disonancia cognitiva— que nos permite encontrar caminos de justificación moral, atajos para no sentir remordimiento, incluso para las acciones más abominables que cometemos en contra de otras personas.
Quienes practicaban el esclavismo, por ejemplo, hablaban del buen trato que les daban a sus esclavos: les daban techo y abrigo, comida, remedios si se enfermaban; si obedecían y trabajaban no los azotaban, o muy rara vez, y sólo para recordarles quién mandaba. Y otra cosa: el origen de la esclavitud se remontaba a la toma de rehenes entre los derrotados en las guerras. A los esclavos, en realidad, se les había hecho un favor: perdonarles la vida. Otra justificación era la inferioridad intrínseca de los esclavos, por su raza, por su origen, por su mala sangre. A un inferior era mejor guiarlo, incluso a la fuerza, por un camino de trabajo y virtud, para salvarlo.
Cuando ya la esclavitud se hizo moralmente insostenible, vinieron los sirvientes y las criadas. A estos se les pagaba muy poco, y casi todo en especie (techo y comida), pero a diferencia de los esclavos, tenían la libertad de irse a buscar otra vida, un patrón diferente. Para sirvientas y criadas también funcionaba bien la disonancia cognitiva: si no las hubiéramos acogido —en general eran niñas huérfanas abandonadas— se habrían muerto de hambre: antes que agradezcan que las hayamos criado en nuestra casa; de no ser por nosotros estarían en la calle, a la intemperie, prostituidas, perdidas para siempre.
Yo no alcancé a conocer esclavos, pero sí conocí, en mi propia casa, a una criada. A Sixta Sánchez la habían recogido, huérfana, mis abuelos, y siendo adolescente había sido la niñera de mi madre. Su pago era ínfimo, pero mi madre sentía por ella (le decía Tatá) un afecto sincero, recíproco. Decían quererse como hija y madre. Una sirvienta de su tipo era abnegada como una esclava. Pobre como una esclava. Pero estaba segura de una cosa —al menos en mi casa—: de allí no la iban a echar nunca. Ya ciega y sorda, octogenaria, Tatá seguía desgranando, al tacto, frisoles y alverjas (sé muy bien lo que dice la Academia, pero también sé cómo se dice en mi pueblo). Y en mi casa se murió Tatá, de vieja. Nuestra disonancia cognitiva era pensar que la tratábamos bien, porque la queríamos casi como a un miembro de la familia, aunque en realidad la hayamos explotado toda la vida.
Y así llegamos a otro pequeño paso en la cadena que de las esclavas y las criadas nos trae hasta las empleadas domésticas de hoy. El otro día estuve con un grupo de ellas, en la Universidad Eafit, en un acto público. Hace poco fundaron, con asesoría de la ENS, un sindicato: la Unión de Trabajadoras del Servicio Doméstico. Estas trabajadoras del hogar han emprendido una lucha legítima para que les sean reconocidos sus derechos laborales como empleadas, con un salario legal, unos horarios justos, y unas prestaciones sociales obligatorias. Ellas contaron sus vidas, dieron sus testimonios, y explicaron su lucha.
La entrada los domingos por la noche —sin pago de horas extras en día de fiesta—. Las jornadas de más de diez horas, a veces hasta 18, siete días a la semana. Sin reconocerles el salario mínimo, sin consignar en fondos de pensiones y salud. En ocasiones con mercado, cubiertos y platos separados. Discriminadas, ignoradas, sin saber nada de su vida fuera de la casa. Y todo justificado por nuevas formas de disonancia cognitiva: al menos tienen trabajo y no pasan hambre. Ya comen como reinas, qué más quieren... Pero Colombia —poco a poco y por fortuna— está dejando de ser un país servil, y está pasando a ser un sitio en el que incluso quienes hacen los oficios más humildes, conocen y reclaman sus derechos.