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Según el reporte anual de felicidad realizado por un equipo de expertos independientes y auspiciado por Naciones Unidas, los diez países más felices del mundo son Noruega, Dinamarca, Islandia, Suiza, Finlandia, Holanda, Canadá, Nueva Zelanda, Australia y Suecia. Con los criterios de evaluación de la encuesta, a saber: la inversión social, la libertad de los ciudadanos para tomar decisiones sobre su propia vida, la generosidad y solidaridad, así como la ausencia de corrupción en el Gobierno y los negocios y, por supuesto, la salud y calidad de vida, no es de sorprenderse que encabecen la lista diez sociedades libres, donde no existen la pobreza, la guerra, el totalitarismo ni la esclavitud.
En contraste con estos paraísos terrenales, donde los impuestos se traducen en mejores condiciones para los ciudadanos, la participación efectiva en política hace que todos cuenten, y la desigualdad es más conocida por historias de países lejanos que por una experiencia cotidiana como la que vivimos en naciones como Colombia, están los diez países menos felices del mundo. Yemen, Sudán del Sur, Liberia, Guinea, Togo, Ruanda, Siria, Tanzania, Burundi y República Centroafricana lideran los territorios más tristes. Inevitable imaginar la vida en ellos, entre las guerras, las hambrunas, la ausencia de libertades y la soledad de saberse sin ley ni gobierno. Sin embargo, el África del siglo XXI es un continente complejo y, en contraste con la idea que solía primar de un territorio deprimido, muerto de hambre, sufriendo atroces dictaduras, actualmente algunos países crecen y mejoran a gran velocidad. Hablar de África es hablar del continente donde habita el 16 % de la población mundial, con diferencias abismales entre sus naciones. Muy distinta es la vida en Libia, Argelia o Marruecos, de la situación en Tanzania o Zimbabue. El reporte destaca la resiliencia de buena parte de los países africanos, así como su optimismo y confianza en un cambio futuro.
De 156 países, Colombia ocupa el honroso puesto 36. Nada mal para la guerra civil más antigua del hemisferio. Sin embargo, corremos el riesgo de países como Estados Unidos, donde a pesar del crecimiento económico, los índices de felicidad han decrecido. La explicación: no basta con el crecimiento económico si no va acompañado de un tejido social que fomente la confianza, la solidaridad y la libertad de elección.
Nuestra creciente clase media, así como la disminución en las tasas de violencia, son motivos para celebrar. Sin embargo, no deberían ser los únicos factores a tener en cuenta. Las políticas públicas bien deberían incluir una mirada sobre esos bienes intangibles, esa fuerza inmaterial que mueve las causas de la desdicha y la felicidad en una sociedad. Para no ir más lejos, la enfermedad mental ha comenzado a erigirse como uno de los factores más relevantes. El reporte concluye que la salud mental puede ser más definitiva frente a la felicidad o la desgracia de una población, que los mismos ingresos. Colombia, con su historia de violencia y locura, bien debería tomar atenta nota de este estudio y entender la salud mental como una prioridad en sus políticas públicas.