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Claro que la religión incursiona en los problemas de la sociedad y éstos tocan, a menudo, la política. Pero una cosa es proyectar un criterio ético sobre asuntos públicos de acción social, de beneficencia y salud, de intermediación por la paz o, aun, del compromiso con los pobres que el Vaticano II trazó. Otra cosa es imponer una religión oficial que ejerza como poder del Estado. Tomar partido en las disputas y guerras entre colectividades políticas; animarlas desde el púlpito y colonizar, como ejército de ocupación, esferas enteras del poder público, y pretender absorberlo por completo. Como ha sido el caso de la Iglesia Católica a lo largo de la historia de Colombia. Y el de Iglesias evangélicas que, por imitación de la jerarquía católica, se ofrecen ahora como la otra opción de Estado confesional.
Si en el origen de nuestra política hecha violencia obra la privatización de la justicia y de la seguridad con ejércitos particulares para hacerse con la tierra, la competencia entre partidos no podía liarse sino a bala. Y en ello metió mano, con rabia, la jerarquía de la Iglesia, para darle carácter sagrado al bando conservador en la contienda. Fue su bandera la “guerra justa” por la fe, en el país que fungía como meca continental del debate sobre el Estado secular: la nación más católica de América, bañada en sangre. Entreverada en las luchas partidistas desde el siglo XIX, la jerarquía católica extremó el conservadurismo del partido azul, hasta depurarlo en ideal de Estado teocrático. Y la Iglesia suscribió a su turno la intransigencia del aliado.
La separación entre Iglesia y Estado, conquista de las revoluciones democráticas en Occidente de 300 años para acá, fue hazmerreir del “régimen de cristiandad” que la Regeneración instauró en 1886. Fue afrenta para Laureano Gómez y monseñor Builes, adalides de la sangrienta reacción contra los intentos de López Pumarejo por rescatar el Estado laico. Letra muerta fue para los purpurados Herrera, Perdomo y Luque que durante décadas designaron a dedo candidatos y presidentes conservadores. También lo fue para las iglesias evangélicas, que siguieron el añoso ejemplo de la jerarquía católica en su divisa de privilegiar el poder espiritual sobre el poder temporal. Pese a la provocadora riqueza que las iglesias Católica y Evangélicas ostentan.
Burlada por enésima vez se vio la separación de Iglesia y Estado cuando Rodrigo Rivera asumió la cartera de las armas en 2011 proclamando a Dios “como jefe máximo de este Gobierno y quien vaya delante de las Fuerzas Armadas de Colombia, (país) de Cristo y para Cristo”. Miembro fidelísimo del Centro Mundial de Avivamiento, este evangélico fue ungido por Dios mediante rito medieval al uso para consagrar el derecho divino de los reyes. Paso inicial, entroncar en su credo el poder coercitivo del Estado. Así descendía el dios de los ejércitos en la patria de Cristo Rey.
En idéntica dirección camina la senadora Viviane Morales, puesta la mira en un Estado patriarcal, heterosexual, de confesión protestante. Así parece ella entender el pluralismo religioso que la Carta del 91 entronizó, con el que se rompió el monopolio del poder católico. Aunque más locuaz en la vena política de los cristianos, Edgar Castaño, presidente de la Confederación Evangélica de Colombia, declara: “en Colombia somos siete millones de cristianos… si nos organizamos podemos elegir presidente”. Para allá van. Pisando el terreno largamente abonado por la Iglesia Católica, actor político sin par en un país donde las guerras partidistas azuzadas por ella misma sabotearon la consolidación de un Estado unitario y secular. Ahora todos cosechan en la debilidad del Estado, padre ausente, con la madre omnipresente, la religión.