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De mujeres sexualmente hiperactivas ha habido siempre más historias que de las frígidas.
Están por ejemplo los escritos cristianos sobre supuestas prostitutas, que en realidad eran promiscuas ad honorem. “No perdí mi virginidad cobrando, estuve con el mayor número de hombres que pude conseguir y lo hice por un deseo insaciable”, cuenta una de las Marías. “Soy fea, no soy Venus, tengo el busto caído y un deplorable derrière. Aún así, puedo levantar” anotaba ya madura la romántica Edith Piaf, una agresiva devoradora de hombres. George Sand escogía caprichosamente a sus amantes, siempre sin exclusividad. A Alfred de Musset, mujeriego empedernido, lo recibió en una ocasión echada en cojines, rodeada de admiradores, fumando pipa y advirtiéndole “hoy no me hables de amor”. Al dejarlo, el aporreado poeta le mandó decir que era la mujer más mujer que había conocido. El amor intenso y desesperado de la Sand fue Marie Dorval, actriz diez años mayor.
Para los medios colombianos la hipersexualidad parecería ser un propósito nacional. Han sido numerosos los artículos sobre Esperanza Gómez, la caldense estrella del porno. Los mensajes en esa dirección van desde sugerir que el smartphone “participe de sus sesiones de sexo” hasta la pregunta casual -“¿es usted multiorgásmica?”- en una entrevista, pasando por el equipo periodístico que asistió al casting de una productora de pornografía o por el “mapa de putas en Bogotá”. Para equilibrar, con rotunda coherencia, los mismos medios que anuncian prepagos y escorts repiten el discurso académico sobre mujeres forzadas y traficadas por mafias de porteros, tarjeteros y taxistas.
Con la Encuesta Nacional de Demografía y Salud (ENDS) se puede elaborar un perfil del 2% de las colombianas más activas en la cama, tanto en frecuencia como en variedad de parejas. Este ejercicio muestra que las top del sexo se iniciaron en promedio un año antes que las demás y hacen el amor a diario. Es un fenómeno esencialmente juvenil que persiste en algunas pocas mujeres con estudios superiores. Le tienen cierta aversión al matrimonio pero no a la maternidad. Se han acostado con desconocidos y con mujeres, sin destacarse por su infidelidad. Les gusta el trago, reportan peleas serias entre sus padres así como más acoso, violencia sexual y maltrato de pareja. El flujo de sus compañeros sexuales es bajo y decrece 25% en las mayores de veinte años, a un poco más de uno anual. Fuera de la alta frecuencia, lo que más diferencia a las colombianas hipersexuales de otras mortales es que no permanecen con el mismo socio de cama demasiado tiempo. Siguen cambiando de parejo hasta la madurez, pero sin mucho afán. Lo rotan cada catorce meses, contra nueve de las quinceañeras. Están lejos de la experimentada George Sand quien al final de su vida anotaba que “las mujeres viejas somos más amadas que las jóvenes”. Puesto que la muestra de la ENDS debe incluir algunas profesionales que suben el promedio de esta reducida élite, la variedad de parejas de las colombianas adultas más voraces no hubiera provocado la envidia ni la ira de Edith Piaf, que era despiadada con sus rivales.
La crítica -acertada pero inconducente- a la imagen femenina erotizada como práctica machista ha opacado el debate sobre el impacto que la mediatización de una sexualidad supuestamente extra liberada tiene sobre la audiencia más joven. Es allí donde está calando el mensaje del sexo a tope. Ya en el 2004 un estudio de la Universidad de los Andes encontraba que los televidentes jóvenes de espacios con alto contenido erótico son más propensos a iniciarse precozmente. La ENDS muestra que en materia de rotación sexual algunas jovencitas se llevan por delante a sus congéneres mayores, cuyo voluptuoso arquetipo en los medios tal vez tratan de imitar. Como anota la Esperanza local del porno: “desde niña viví ciertas experiencias que a pesar de la corta edad, me hacían sentir muy sexual. La primera vez que vi una revista fue a los trece años, era de mi hermano. Ahí vi imágenes que me parecieron muy hermosas”.
